miércoles, 26 de noviembre de 2008

El desamor

El desamor escuece. Tengo un amigo que, después de cuatro intensos meses de relación, terminó con su pareja este sábado. Lo vi el domingo, con los ojos hinchados por el llanto, aplastado por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama, si tu amada te ignora, el futuro te parece gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin enjundia ni sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia de la que está enganchado. Por eso a mi amigo se le había apagado el mundo aquél día funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.

El desamor abrasa. Sobre todo al principio. Sobre todo si tienes veinte años. Sobre todo si tienes una naturaleza sensible. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son verdaderas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad, inmensas e inmutables como los oscuros planetas que cruzan con lentitud el arco del cielo. Y así, cuando estás enamorado, crees que tu amado (o tu amada) es irremplazable. Que no hay otro ser en el mundo tan maravilloso o tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de ese modo.

Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único y que tal vez ni siquiera es amor. Pero aun así, el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejía, un ardor frío.

Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y te enojas. Esperas esa palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final: que él (o ella) se comporte de una manera distinta a como siempre es, o lo que es lo mismo, que sea otro. Pero él (o ella) suele manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como es y a no convertirse en el amante ideal que uno espera que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se fastidia, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma, porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como atrapar una voluta de humo en una jaula; cuando el desamor te hincado el diente, suele comerte entero. Eso también se aprende con los años.

El domingo quise decirle a mi amigo tan sensible y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el de que te dejen de querer: cuando sientes que la luz de la pasión se va apagando lenta e inexorablemente, que la hoguera se convierte en brasa y que tarde o temprano no será sino ceniza. Amaste, lo sabes porque la memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las fotos de los primeros días de tu romance y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de adorarse. ¿De verdad te palpitaba el corazón, te sudaban las manos, perdías el aliento cuando lo veías o la veías? Donde ayer había el resplandor del sol, hoy no queda más que un polvillo grisáceo.

Quizá han vivido juntos durante años, quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Lo quieres como se quiere a la familia, con un cariño acostumbrado. Pero en algún punto de ese camino que han recorrido juntos tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces, no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; ella dejó de ser la esposa que soñaste, él ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas peleas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurita que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede marchitar en ti el enamoramiento que antes sentías. Y es que, el amor, aunque mi despechado amigo lo vea ahora como un incendio devastador, es a veces una llamita débil y delicada que hay que cuidar con mucho esmero para que no se apague.

Duele el desamor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y arde la despellejada piel del alma con un desamor reciente, conviene pensar en alguna s consideraciones que también pude hacerle a mi amigo y no le hice. Primero: que en todas las rupturas se aprende algo. Segundo: que el amor no está en el otro, sino en ti mismo: si alguna vez amaste, lo más probable es que lo vuelvas hacer… y siendo más sabio. Y tercero: que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio; y así, el dolor del desamor es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Y, aunque mi amigo no lo crea, es una ganga.

1 comentario:

Atzimba dijo...

Luisito, que me has sacado una lágrima, pero tienes la purititita razón.