jueves, 27 de noviembre de 2008

Conversación en La Catedral

OK. Reconozco que escribir la reseña de un libro cuarenta años después de su publicación es una mala idea, o por lo menos inoportuna. Sin embargo, aunque Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa fue publicada en 1969, yo apenas la acabo de leer, por lo que no pude haber escrito esta entrega antes…

Antes de empezar a leerla puede uno notar que es una novela enorme, gigantesca, realmente catedralicia. Y es que, como el propio Vargas Llosa declarado en repetidas ocasiones “las grandes novelas suelen ser novelas grandes”. Yo estoy de acuerdo con esta premisa: cuando una novela es buena, uno no quiere que termine nunca, quiere que dure. Por eso creo que ese elemento puramente numérico, de cantidad, en la novela es un aspecto central de la cualidad.

Lo primero que uno lee, apenas al abrir el libro (o, mejor dicho el primero de los libros, porque en la mayoría de las ediciones, incluyendo la que leí yo, viene en dos tomos) es una epígrafe sacada de la novela Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac (otro que, como Vargas Llosa y como yo, creía que las grandes novelas deben ser novelas grandes) y dice así: «Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l'histoire privée des nations.» Es decir, hay que hojear toda la vida social para ser un verdadero novelista, dado que la novela es la historia privada de las naciones. Y eso es lo que hace Vargas Llosa en su Conversación: una historia privada del Perú.

Conversación en La Catedral es una obra de gran complejidad narrativa, que se sustenta en un impresionante artificio de recursos técnicos, en donde dos o más diálogos entre oersonajes diferentes y entiempos diversos se entrecruzan constantemente. Es pues una novela de lectura difícil, que requiere un esfuerzo constante por parte del lector para ir tejiendo los hilos que componen la trama. Pero, a pesar de su complejidad (o quizá gracias a ella) la novela se va haciendo apasionante, adictiva. Y así, cualquier receso en su lectura produce en un síndrome de abstinencia que lo impulsa a uno a seguir leyendo.

En un intento por sintetizar lo insintetizable, diré que se va desenvolviendo a partir de una conversación entre un periodista frustrado, Santiago Zavala, “Zavalita” y Ambrosio, un antiguo chofer y guardaespaldas de su padre, a quien encontró de casualidad en la perrera adonde ha ido a rescatar a su mascota. Esta conversación madre, que no tiene lugar en ninguna iglesia, sino en una cervecería limeña de mala muerte llamada “La Catedral” dura varias horas, y es madre porque de ella, atraídas por ella, surgen otras conversaciones, otros diálogos, que corresponden a distintos momentos de las vidas de Zavalita o del guardaespaldas, y que van reconstruyendo, de manera fragmentada y como en un contrapunto, la vida del Perú durante los ocho años de la dictadura de Manuel Odría (1948-1956).

En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de la generación de Vargas Llosa pasaron de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, es la materia prima de la novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.

La conversación —y toda la novela— tienen como objetivo responder a dos preguntas que Zavalita se hace a sí mismo en las primeras páginas: ¿Cuándo se jodió el Perú? ¿Cuándo te jodiste tú? Así, Conversación en La Catedral es la crónica de un fracaso doble: el fracaso individual de sus personajes y el fracaso colectivo de la sociedad peruana.

Aunque hay algunos optimistas (entre otros el propio Vargas Llosa) que aseguran que Perú está entrando a la era de la democracia, que se acabaron los gobiernos dictatoriales y los ciudadanos apáticos o cínicos, que no hay tanto racismo ni tanta estratificación social como antes, lo cierto es —y para comprobarlo basta leer los periódicos, hablar con algún peruano o simplemente ver un programa de Laura en América— que el triste panorama retratado en Conversación en La Catedral sigue tan vigente hoy en Perú, y en toda América Latina, como el día en que fue escrita.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El desamor

El desamor escuece. Tengo un amigo que, después de cuatro intensos meses de relación, terminó con su pareja este sábado. Lo vi el domingo, con los ojos hinchados por el llanto, aplastado por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama, si tu amada te ignora, el futuro te parece gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin enjundia ni sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia de la que está enganchado. Por eso a mi amigo se le había apagado el mundo aquél día funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.

El desamor abrasa. Sobre todo al principio. Sobre todo si tienes veinte años. Sobre todo si tienes una naturaleza sensible. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son verdaderas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad, inmensas e inmutables como los oscuros planetas que cruzan con lentitud el arco del cielo. Y así, cuando estás enamorado, crees que tu amado (o tu amada) es irremplazable. Que no hay otro ser en el mundo tan maravilloso o tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de ese modo.

Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único y que tal vez ni siquiera es amor. Pero aun así, el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejía, un ardor frío.

Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y te enojas. Esperas esa palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final: que él (o ella) se comporte de una manera distinta a como siempre es, o lo que es lo mismo, que sea otro. Pero él (o ella) suele manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como es y a no convertirse en el amante ideal que uno espera que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se fastidia, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma, porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como atrapar una voluta de humo en una jaula; cuando el desamor te hincado el diente, suele comerte entero. Eso también se aprende con los años.

El domingo quise decirle a mi amigo tan sensible y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el de que te dejen de querer: cuando sientes que la luz de la pasión se va apagando lenta e inexorablemente, que la hoguera se convierte en brasa y que tarde o temprano no será sino ceniza. Amaste, lo sabes porque la memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las fotos de los primeros días de tu romance y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de adorarse. ¿De verdad te palpitaba el corazón, te sudaban las manos, perdías el aliento cuando lo veías o la veías? Donde ayer había el resplandor del sol, hoy no queda más que un polvillo grisáceo.

Quizá han vivido juntos durante años, quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Lo quieres como se quiere a la familia, con un cariño acostumbrado. Pero en algún punto de ese camino que han recorrido juntos tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces, no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; ella dejó de ser la esposa que soñaste, él ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas peleas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurita que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede marchitar en ti el enamoramiento que antes sentías. Y es que, el amor, aunque mi despechado amigo lo vea ahora como un incendio devastador, es a veces una llamita débil y delicada que hay que cuidar con mucho esmero para que no se apague.

Duele el desamor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y arde la despellejada piel del alma con un desamor reciente, conviene pensar en alguna s consideraciones que también pude hacerle a mi amigo y no le hice. Primero: que en todas las rupturas se aprende algo. Segundo: que el amor no está en el otro, sino en ti mismo: si alguna vez amaste, lo más probable es que lo vuelvas hacer… y siendo más sabio. Y tercero: que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio; y así, el dolor del desamor es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Y, aunque mi amigo no lo crea, es una ganga.

¿Es en serio?

Lo vi hoy en el periódico. Está ahí, descarado y amarillo, ocupando buena parte de la página 26. Es un anuncio de Grupo Profuturo, una especie de entidad financiera que se dedica a administrar fondos de inversión, afores, pensiones, etc. (Quizá hayan visto alguno de sus comerciales en la televisión o en el cine: son esos en los que un joven claramente oligofrénico discute con su padre, quien parece ser todavía más estúpido que el hijo, sobre el coche que quiere comprar, la universidad a la que planea asistir y el departamento en el que piensa vivir cuando se gradúe.)

Pero este anuncio en particular, el que aparece publicado, descarado y amarillo, en la página 26 del periódico de hoy, es todavía más sorprendente. No es ni siquiera un anuncio. Es un horóscopo. En realidad, tampoco es realmente un horóscopo, propiamente dicho. Es sólo un catálogo de signos zodiacales, para cada uno de los cuales se da una serie de números asociados con determinados atributos. Así, por ejemplo, a mí que soy Géminis, se me informa que mi número de la suerte es el 17, mi número del amor es el 20, mi número del dinero es 18 y mi número de la salud es —otra vez— 20.

¿Es en serio? ¿De verdad quieren dar a entender que los ejecutivos que pretenden administrar nuestros ahorros creen que de alguna manera la posición de las constelaciones con respecto a la Tierra en el momento de nuestro nacimiento determina nuestro futuro? Si es así ¿le pedirán a sus clientes que les proporcionen su signo zodiacal y su ascendente, para así poder invertir en lo que más les convenga? ¿tomarán en cuenta la posición de Mercurio al momento de comprar o vender acciones? Y el horóscopo chino ¿a ese no lo toman en cuenta? (por cierto, yo en ese soy cabra, de tierra para mayor referencia) ¿Y el horóscopo maya? (en ese soy serpiente, creo) ¿acaso éstos les parecen de algún modo menos científicos que el zodiaco griego?

Reconozco que yo no entiendo nada de finanzas y es muy posible que esté equivocado, pero, la verdad, esta propaganda no me inspira mucha confianza que digamos. Lo que me preocupa es que los encargados de diseñar las campañas publicitarias de Profuturo —que seguramente son expertos en mercadotecnia y publicidad, graduados de prestigiosas universidades americanas— consideraron que, por alguna razón, la referencia astrológica sería una gran idea para atraer clientes potenciales. Pero lo que me preocupa todavía más es que probablemente tengan razón y, efectivamente, el honrado pueblo mexicano acuda en manada a depositar su dinero en manos de estas personas que dicen ser capaces de desentrañar los inefables secretos de las estrellas y de la bolsa de valores.

Por si las dudas, hoy trataré de comprar un boleto de lotería que termine en 17. Lo que va a ser un poquito más complicado será enamorarme de 20 personas, retirar 18 pesos del cajero o tomarme 20 vitaminas diferentes. En fin, se hará lo que se pueda…

martes, 25 de noviembre de 2008

Disculpa pública

Yo sé que a la mayoría de los amables lectores de este blog no les entusiasma particularmente el tema de la ópera ni sienten particular interés por las entregas que versan sobre este tema. Sin embargo, a riesgo de provocar el tedio de más de uno, hoy me siento obligado a escribir, una vez más, sobre esto.

Hace poco más de un mes escribí en este blog una entrada dedicada a la ópera Edgar de Giacomo Puccini y dije que pronto se efectuaría su estreno en México por parte de la Compañía Nacional de Ópera. Y así fue. El jueves de la semana pasada se representó por primera vez en nuestro país, en la Sala Nezahualcóyotl, en versión de concierto. Yo asistí a la función, entre otras cosas, porque estaba ansioso de ver las notas que había escrito al respecto impresas en el programa de mano.

Dije también, en la referida entrega, que Edgar era una ópera francamente pobre e incluso tuve la audacia de titularla “Sobre Edgar o la mediocridad”. Y sobre eso es que quiero publicar ahora una rectificación: si bien es cierto que el libreto es embrollado y poco creíble, que la “ópera en atril” es una forma muy poco afortunada de apreciar una obra tan llena de acción como ésta, y que la interpretación de los tres solistas principales dejó mucho que desear, la música me pareció deslumbrante. Desde las primeras notas, que evocan la dulzura y la placidez de la vida en una aldea de Flandes hasta el impresionante final, cargado de dramatismo y de violencia.

Le ofrezco una disculpa, Don Giacomo.

Pero no soy yo sólo quien debería disculparse con Puccini o, mejor dicho, con su Edgar. Es el público en general. Y es que, a pesar de la popularidad del compositor, la noche del jueves, la Sala Neza estaba lastimosamente vacía. (Debo decir que entre los pocos asistentes se encontraba el actor John Malkovich, a quien no puede evitar pedirle una autógrafo). Desde el punto de vista de la taquilla, su estreno en México fue un fracaso rotundo, como lo fueran, hace poco más de un siglo los estrenos en Milán, en Ferrara, en Madrid y en Buenos Aires.

Sospecho que, en este caso, el desaire del público mexicano se debió a circunstancias completamente ajenas a Edgar: esa misma noche se estrenó en el Teatro Iris una ópera sobre Santa Anna con libreto de Carlos Fuentes y en el Auditorio Nacional se montó una superproducción internacional de la siempre taquillera Carmina Burana. Se diría que la ópera tiene una maldición, una jettatura, como dirían los italianos, que son expertos en ópera y en supersticiones. Seguramente, en sus representaciones anteriores, también hubo elementos, independientes a la calidad de la obra, que provocaron su fracaso (algún otro evento cultural o social que atrajera más al público o el sabotaje deliberado por parte de enemigos del compositor, del teatro o de los cantantes).

El caso es que, a pesar de la excelente factura de la partitura, de la imponente orquestación, de las conmovedoras melodías, el pobre Edgar siempre ha sido un fracaso. Y me temo que, a los ciento veinte años, ya no tiene grandes posibilidades de recuperarse.

viernes, 21 de noviembre de 2008

El frío y el miedo

Entrega dedicada a la memoria de la gran Anabel Ochoa, q.e.p.d.

En la entrega anterior dije que pertenecía al grupo de personas para las cuales irse a la cama significa refugiarse en un lugar calentito y seguro, en el que nos sentimos protegidos de todo mal. Sin embargo, en mi caso, el lecho empieza a perder su magia tranquilizadora en esas grisáceas horas de la madrugada, cuando el aire se siente más frío y la luz del sol empieza a insinuarse, tímida, insegura, en el horizonte. A esas horas, si tengo la desgracia de encontrarme despierto, o peor aun, semidespierto, suelo sentir una ansiedad física que ya pertenece al mundo de lo despierto pero que conserva un cierto sabor a pesadilla, un horror indefinido, un miedo verde y pegajoso que se me adhiere a la piel y que no se despega hasta que, llegado el momento, me lo limpio con el agua caliente de la regadera.

Y es que, en el mapa de percepciones de mi cerebro, el miedo y el frío ocupan posiciones contiguas, y la frontera entre ambos a veces se desdibuja. Por eso en las heladas madrugadas de esta temporada (tengo entendido que ayer amanecimos a 0°C) me encuentro a mí mismo tiritando con una sensación que, si no es miedo, se le parece mucho.

Ya sé que, en la cabecera misma de este humilde blog, digo que en las mañanas, cuando estoy a la mitad del proceso de despertar, en esa tierra de nadie entre el sueño y la vigilia, cuando el mundo es todavía una imagen borrosa y la almohada es el elemento más importante del universo, surgen en mi mente una serie de ideas que en su momento me parecen brillantes. Pero la verdad es que también a esa hora de duermevela, cuando estoy particularmente vulnerable, se me escapan los monstruos y los demonios que, durante el resto del día, mantengo encerrados en una recóndita mazmorra de mi mente.

Me pregunto si esos terrores matinales son comunes y sí existe alguna solución para ellos. ¿Ansiolíticos, quizá? ¿Psicoanálisis? ¿O tal vez, simplemente, una cobija extra y/o un calentador eléctrico?

martes, 18 de noviembre de 2008

Bibliofilia

Según la escritora japonesa Sei Shonagon, el olor de una página en blanco es como el aroma de la piel de un nuevo amante que hace una visita sorpresa en un jardín lluvioso. La figura me parece hermosísima. Sin embargo, para mi, lo que huele como la piel de un amante nuevo no es una página en blanco, sino una página escrita —o más bien, cientos de páginas escritas y pegadas una tras otra formando un libro. Un papel en blanco huele a bebé, a promesa, a posibilidades; en cambio, un libro terminado huele a lo que huele un ser humano hecho y derecho.

Tal vez por eso me emociona tanto comprar un libro nuevo cuando éste promete ser bueno; por eso encuentro un placer francamente erótico al desnudarlo de su envoltura de celofán; por eso me gusta acariciar sus páginas tatuadas de letras; por eso es que, normalmente, no puedo esperar a salir de la librería para leer las primeras líneas. También a eso debe deberse el amargo sabor a despedida que siento en la boca, dos o tres días después, y si el libro cumplió con lo prometido, cuando leo las últimas palabras.

Tuve una de estas experiencias erótico-literarias con un libro que compré apenas ayer, en el Péndulo de la Condesa y que terminé hace unas horas. Lo encontré ahí solito, esperándome, seduciéndome. Y no es que su cubierta me gustara particualrmente. De hecho, me desagradó bastante (es rojo chillante y tiene dibujada una lagartija). Lo que me emocionó fue saber que lo había escrito Rosa Montero, que es sin duda una de mis autores actuales favoritos, (¿una de mis autores actuales favoritos? creo que me hice bolas con los géneros en esta frase… pero me rehúso a solucionar el problema usando @ en vez de a u o). Además, me gustó su título, nada modesto, por cierto: Instrucciones para salvar el mundo.

Como es mi costumbre, apenas salí de la tienda, lo saqué de su crepitante bolsa de papel, rasgué con impaciencia, pero también con infinita ternura, el celofán que lo envolvía, lo abrí, aspiré el aroma embriagador del papel-piel y empecé a leer:

La Humanidad se divide entre aquellos que disfrutan metiéndose en la cama por las noches y aquellos a quienes les desasosiega el irse a dormir. Los primeros consideran que sus lechos son nidos protectores, mientras que los segundos sienten que la desnudez del duermevela es un peligro. Para unos, el momento de acostarse supone la suspensión de las preocupaciones; a los otros, por el contrario, las tinieblas les provocan un alboroto de pensamientos dañinos y, si por ellos fuera, dormirían de día, como los vampiros…

Al leer estas líneas pensé, de inmediato, que yo pertenezco decididamente al primer grupo: a aquel para el que la cama representa un refugio seguro y cálido, a los que no les da miedo irse a dormir, sino despertar. Pero en esta entrada no quiero hablar sobre mis terrores y mis demonios personales, sino sobre el libro.

Pronto descubrí que, a diferencia de mí, los personajes de la novela (un taxista que no logar superar la muerte de su esposa, un médico desencantado de la vida, una bellísima prostituta negra, una científica vieja y alcohólica) pertenecen al segundo grupo y viven sus vidas de noche para no dejar que la oscuridad y sus horrores los pesquen desprevenidos. Como no pretendo aquí reseñar esta novela, no entraré en más detalles al respecto.

Sólo diré que, hace un par de horas, leí la última página, la 312. Aunque puedo decir que fue un final feliz, optimista incluso, me quedé sintiendo, como cada vez que termino un libro que me gusta, una nostalgia dulce y dolorosa. Aunque el volumen sigue entre mis manos, y sé que puedo conservarlo, cuidarlo, atesorarlo, también sé que ya nunca podré volver a leerlo con la misma sensasión de sorpresa y maravilla que la primera vez.
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Los buenos libros, como las buenas relaciones, no deberían terminar nunca. Y, sin embargo, siempre terminan.
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(Que conste que hablo de los libros, no de las relaciones)

martes, 11 de noviembre de 2008

El sentido del humor

Siempre he pensado que el sentido del humor es la muestra más elevada de la inteligencia de una persona, por eso es la cualidad que más admiro. Creo cualquier artista, cualquier político, cualquier científico que sea inteligente —y, por lo tanto, que sea bueno como artista, como político o como científico— tiene que tener un buen sentido del humor. Ejemplos de lo anterior son el humor, un tanto pueril pero sin duda brillante, de Mozart; el humor burbujeante de Rossini; el elegante humor de Wilde; el humor amargo de Borges; el humor bonachón de Einstein (cuya misma fotografía es una ingeniosa burla de sí mismo).

Los políticos de antes, los buenos políticos de antes, eran famosos por su sentido del humor. Quizá el caso más notable sea el de Sir Winston Churchill que, si bien tomó varias decisiones cuestionables, poseía sin duda una de las mentes más brillantes de la historia contemporánea. Y esta brillantez se expresaba en un inagotable caudal de agudas paradojas, frases célebres e ingeniosísimos juegos de palabras. Una de mis citas favoritas de Churchill es la que sigue: “Me gustan los cerdos. Los perros nos miran con admiración, los gatos nos miran con desprecio, sólo los cerdos nos miran como a sus iguales.”

El sentido del humor de los políticos actuales habla, y habla muy mal, de su inteligencia. Un ejemplo reciente, ocurrido apenas la semana pasada, fue el patético chiste que quiso hacer Silvio Berlusconi cuando le preguntaron su opinión sobre la histórica victoria de Barck Obama. “¿Obama? —dijo— é giovane, bello e abbronzato.” (es joven, guapo y bronceado). Sus palabras no sólo fueron condescendientes, racistas y ofensivas; también incurrieron en el peor pecado que un chiste puede cometer: no fueron graciosas.

Y es que Berlusconi es uno de los personajes más insensibles, ignorantes y francamente estúpidos que haya gobernado Italia (y vaya que la península itálica ha tenido a lo largo de su historia a varias bestias de primer nivel en el poder). En más de una ocasión, el actual primer ministro ha tenido que pedir disculpas públicas por las bromitas políticamente incorrectas que tanto disfruta hacer, en las que se burla de las mujeres, de los homosexuales, de los inmigrantes, de los socialistas y con las que no consigue hacer reír a nadie (más que a un puñado de aduladores y lambiscones que seguramente revolotean en torno suyo y le aplauden sus gracejadas).

En este caso, el racismo implícito en sus comentarios sobre Obama no pasó desapercibido: la ex cantante, ex modelo y actual primera dama de Francia, Carla Bruni, declaró, después de oír el chistecito de Berlusconi, que se sentía feliz de ya no ser italiana (declaración totalmente justificada, que sin embargo indignó e hirió el orgullo nacional de los italianos, más o menos como cuando cierto cantante italiano declaró que las mujeres mexicanas eran “feas y bigotudas”).

No quiero analizar aquí el sentido del humor de los políticos mexicanos actuales y sus implicaciones en sus respectivos intelectos, porque, me temo, el resultado sería francamente deprimente.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Cartas de amor

El gran poeta portugués Fernando Pessoa escribió que “todas las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas”. Y tenía toda la razón. Pero también escribió, en ese mismo poema que “al fin y al cabo, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que son ridículas.”

La mayoría de las personas que conozco, yo incluido, guardamos las cartas, igual que los e-mails de amor, con una devoción cercana al fanatismo. Las conservamos como quien guarda un diploma o un título universitario, como si pudiéramos anexarlas a nuestro curriculum vitae y así demostrar, a quien se atreva a ponerlo en duda, que alguien alguna vez, a pesar de nuestros defectos y debilidades, nos quiso. Y nos quiso mucho. Al punto de estar dispuesto —por nosotros— a quedar como verdadero idiota. Por eso, entre más cursi y ridícula sea una carta de amor, mayor es su valor curricular.

Y si el autor de la carta en cuestión ha dejado de querernos, estas constancias escritas del amor que alguna vez sintió por nosotros se vuelven todavía más valiosas: demuestran fehacientemente que, si salimos lastimados, no fue culpa nuestra: ellos nos dijeron que nos amaban con locura, ellos los que juraron que nunca nos harían daño, ellos los que prometieron que nos querrían toda la vida. Nosotros fuimos sólo víctimas inocentes. Y ahí están las cartas para demostrarlo.

No es necesario releerlas muy seguido: nos basta saber que están ahí, esperándonos en el fondo del cajón, tan tiernas y románticas como el día en que fueron escritas.

Por eso, en general, quienes tienen el valor (o la necesidad) de deshacerse de las cartas de amor que han recibido, no las tiran sencillamente al bote de basura, sino que las queman en una hoguera casi sagrada: saben que están sacrificando una parte de sí mismos, como quien se arranca su propio corazón para ofrecérselo a un dios sanguinario.

Y es que, al parecer, el amor que sentimos en el pasado puede conservarse en la memoria del corazón. Pero para preservar—al menos en parte— el amor que otros han sentido por nosotros, es necesario contar con evidencia escrita. Por eso coleccionamos desde la notita infantil escrita en una hoja de cuaderno, hasta las complejas epístolas con elevadas pretensiones filosóficas o literarias. Puede que, como dijo Pessoa, sean ridículas las criaturas que nunca han escrito una carta de amor. Pero a juzgar por la forma en que atesoramos estos breves tesoros de papel y tinta, lo verdaderamente patético, lo que de verdad nos da miedo, es llegar a convertirnos en criaturas que nunca han recibido una carta de amor.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La vida no es justa

La vida no es justa. Esta es una verdad evidente, incuestionable, inocultable, como un templo, una catedral, una basílica. Y, sin embargo, es una verdad que los pobres seres humanos nos rehusamos a aceptar. A pesar de los cientos, de los miles de ejemplos que presenciamos diariamente de la flagrante injusticia del mundo, hacemos todo lo posible para no verla.

La gente que cree en la inmortalidad del alma tiene el problema resuelto: sí, esta vida no es justa, pero no importa, porque después de la muerte hay un Hades, un Valhala, un Cielo, un Purgatorio o un Infierno en donde justos y pecadores recibirán los premios y los castigos que se merecen. Otros, los que creen en la reencarnación, aseguran que las culpas se purgan en este mismo mundo, pero en una vida diferente, que los buenos reencarnarán en reyes, emperadores o millonarios y los malos en cucarachas. La verdad, esta creencia nunca me ha parecido justa: ¿por qué tendría uno que pagar por una falta de la que no se tiene conciencia? ¿por qué debería uno de ser recompensado por una buena acción que cometió en una época diferente, en un universo diferente, siendo una persona diferente?

Pero el verdadero problema viene para los ateos, los descreídos, los agnósticos, los que presumimos de racionales, los que pensamos que el alma muere cuando el corazón deja de latir y la sangre deja de irrigar al cerebro. Para nosotros que no creemos en el “más allá” resulta particularmente difícil aceptar el hecho de que la vida no es justa.

Y por eso nos inventamos todo tipo de trucos y supersticiones, extraídos de todas las fuentes posibles: desde ingenuas frases del refranero popular del tipo “el que la hace la paga” hasta elaborados retruécanos pseudos-filosóficos, como el karma (esa especie de tarjeta de crédito espiritual, vagamente inspirada en el budismo, en la cual se suman y restan puntos según lo bien o mal que nos portemos).

Sin embargo, todos estos recursos, aunque son muchos y muy variados, siguen siendo insuficientes. Insuficientes para explicar por qué un dictador como Augusto Pinochet (por mencionar sólo un ejemplo) pudo haber traicionado, mentido y causado, directa o indirectamente, la muerte de miles de personas y después llevó una vida larga y feliz; por qué un niño de cinco años, que difícilmente ha cometido un sólo pecado en su cortísima existencia, puede enfermarse de cáncer o cualquier otra porquería y morir en medio de horribles dolores.

No, el que la hace no la paga. Casi nadie cosecha lo que sembró. Si existe una karma police —como la que invocara Radiohead en su célebre canción— es más ineficaz que las fuerzas policiales mexicanas (lo cual es decir mucho).

Lo que propongo es que nos dejemos de engañar de una vez por todas. Si hemos logrado aceptar hechos tan contrarios a nuestra percepción empírica como que la tierra no es una extensa superficie horizontal, sino una pelota azul que va por el universo dando vueltas alrededor una bola de fuego, creo que ya es tiempo de que nos dejemos de supersticiones y cobardías y asumamos esa realidad tan elemental, que ya percibíamos pero que no nos hemos atrevido a afrontar: la vida, simplemente, no es justa.