lunes, 29 de septiembre de 2008

El brazo de abajo

En una entrega anterior de este mismo blog hablé de un problema muy grave de la vida en pareja, el de la nomenclatura. Hoy quiero referirme a otro problema más terrenal, pero no menos grave. No es una cuestión semántica, sino, digamos, ergonómica. Me explico:


Cualquiera que tenga una pareja más o menos estable con la que comparta regularmente momentos de intimidad sabe que hay pocas cosas tan deliciosas en la vida como esos instantes, que normalmente vienen después de la actividad amatoria, en los que ambos amantes yacen sobre un costado, abrazados, uno detrás de otro, en total relajación, en una posición cóncava a la que los especialistas en la materia llaman “de cucharita”. En esta posisión, los cuatro pies (de preferencia descalzos) se acarician delicadamente los unos a los otros. En estos ratos sublimes, que pueden durar pocos minutos o varias horas, ambos miembros de la pareja se funden en un solo ser maravilloso y bicéfalo. Son momentos perfectos. O lo serían si no fuera por un pequeño detalle: el brazo de abajo.

Me refiero, por supuesto, al brazo de la persona que queda atrás, en la parte exterior de la cuchara. Llamémosle sujeto A. Y me refiero también al brazo —derecho o izquierdo, según sea la dirección del abrazo— que queda abajo, es decir, entre el cuerpo y el colchón. Si las cosas no se hacen con cuidado, dicha extremidad puede quedar aplastada por el peso del monstruo de dos cabezas, lo cual suele cortar el flujo circulatorio del miembro en cuestión produciendo una desagradable sensación de cosquilleo desde el codo hasta la punta de los dedos, la cual a su vez, inevitablemente, acaba por romper el encanto del momento (lo cual es siempre una verdadera lástima).

Hasta ahora, la única solución que existe para el delicado problema del brazo de abajo es pasarlo por el hueco que se forma debajo del cuello, entre la cabeza y el hombro de la persona de adelante (llamémosle sujeto B). Sin embargo, para que esta vía resulte viable necesitan conjugarse, en perfecto equilibrio varios elementos: el ángulo del cuello, la altura de las almohadas, la posición del brazo. Para lograr esta delicada conjunción, a menudo se requieren complicados cálculos geométricos y anatómicos, que resultan particularmente difíciles en esas situaciones de relajamiento —a veces, agotamiento— extremo. No es, pues, una solución práctica.

Ni el Kama Sutra ni ningún otro texto sobre temas relacionados proponen una solución a este conflicto, ya que no se trata de una posición sexual sino, más bien, post-sexual (lo cual, aparentemente, la hace menos interesante desde el punto de vista de las ventas de libros). Sin embrago, al menos para mí, es una cuestión de enorme trascendencia.

Por eso les sugiero a los inventores americanos (o a quien quiera que sea que diseña los novedosos y utilísimos productos que se anuncian en los llamados infomerciales) que enfoquen sus ingeniosos cerebros en esa dirección. Si la ciencia moderna ha creado almohadas con memoria, cuchillos que pueden cortar latas de aluminio, focos portátiles que no se calientan, bombas que extraen el aire de cualquier recipiente para evitar la descomposición de los alimentos, si hay incluso aparatos que sacuden los pies del usuario mientras éste se halla tumbado en el piso, produciéndole una infinidad de resultados benéficos para el cuerpo y el espíritu, ¿por qué no pueden inventar un sistema que acabe de con el problema, tan viejo como la humanidad misma, del brazo de abajo?

A mi se me ocurre un colchón con una especie de agujero cilíndrico o túnel por el que la el sujeto pueda pasar la problemática extremidad sin dejar de abrazar a su enamorado/a con el brazo de arriba (nótese que uso la terminología peruana). De acuerdo, tal vez no sea una solución perfecta, pero por algo yo no soy inventor.

El día que alguien invente un dispositivo que termine de una vez por todas con este ancestral problema, se hará merecedor de mi más completa admiración y sabrá que ha prestado un servicio invaluable a los enamorados de todo el mundo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Animal Planet


Hay unos peces de la familia de los cíclidos (o cichlidae), pequeñajos y bastante comunes en los acuarios y peceras, que llaman la atención por sus curiosas costumbres de apareamiento. Cuando está madura para ello, la hembra desova en el agua e inmediatamente se mete los huevos en la boca con el maternal afán de protegerlos, pero también con la suprema estupidez de guardárselos sin haberlos fertilizado antes, de modo que los huevos en cuestión podrían quedarse para siempre ahí, dentro de su boca sin transmutarse jamás en pececitos.

Pero hete aquí que entonces, afortunadamente para los cíclidos, entra en funcionamiento un viejo truco de magia de la naturaleza. Los machos de esta especie llevan tatuada, a lo largo de la aleta anal, una fila de circulitos amarillos que reproducen, con bastante exactitud, las huevas que la hembra acaba de soltar. Cuando la protectora y tonta madre cíclida ve estos dibujos, cree que dejó algunos huevecillos fuera de la boca y de inmediato se da a la tarea de recuperarlos, para lo cual se pone a mordisquear afanosamente la aleta del macho, tratando de ponerlos a buen recaudo junto con los demás huevos. El resto es previsible: el mordisqueo provoca la eyaculación del pez y parte del esperma va a parar a la boca de la hembra, donde fertiliza los huevos ahí recogidos. Eventualmente, éstos se convierten en tiernos alevines, o pecesitos bebés.

Este complejo mecanismo les ha permitido a los cíclidos colonizar gran diversidad de ambientes, desde ríos tropicales de aguas blandas como el Amazonas hasta los grandes lagos africanos Tanganika y Malawi, con aguas dulces de elevada mineralización. Incluso crecer y reproducirse en las peceras más decuidadas. Wikipedia —¡oh, fuente inagotable de sabiduría!— los define como “una familia de peces de gran éxito evolutivo.” Un aplauso a los cíclidos.

Los sistemas de emparejamiento de los seres vivos son a menudo muy complejos: no resulta nada fácil perpetuarse contra la dureza del medio, las hambrunas, los depredadores, las enfermedades y los rigores del azar. Para muchas criaturas, reproducirse es un verdadero arte o un logro heroico: remontan torrenciales ríos durante cientos de kilómetros, como los salmones; o construyen verdaderos palacios, como algunos pájaros; o saben que van a morir en el intento, como ciertos insectos. No me sorprende, pues, la complejidad del rito de fertilidad de los cíclidos. Lo que me cautiva es el truco, el engaño, la tranza.

Quiero decir que si estos coloridos pescaditos son tan brutos como para no saber fertilizar sus huevos, y para guardárselos en la boca cuando aún están vacíos, ¿de dónde sale esa refinadísima inteligencia genética que les pinta un señuelo en su propio cuerpo? Esto es: sus células los engañan y son más listas que ellos. Su propia estupidez es lo que los vuelve “exitosos” como especie.

Los creyentes dirían que es cosa de Dios y de Su Infinita Providenia. Pero uno no es lo que se dice creyente (Dios se parece demasiado a nuestra necesidad de Él, a nuestra debilidad y a nuestro miedo para que me quepa en la cabeza o para que confíe en su existencia). Por su parte, los científicos dirán que es cosa de la evolución; que un día aparecieron por puro azar unos cíclidos con manchas amarillas en la cola y que estos peces se reprodujeron mejor que los no manchados, por o que sus genes acabaron triunfando. Y esta explicación evolutiva, sí me cabe en la cabeza, y resulta sensata, y me la creo.

Pero aún así, el caso de los estúpidos cíclidos y de su éxito reproductivo me deja con una incómoda sensación de desconfianza. Me hace sospechar que no sólo nuestros padres nos mienten, que no sólo los políticos nos engañan, que no sólo nuestros amigos nos traicionan, sino que también la naturaleza, nuestra querida Madre Naturaleza, es capaz de aprovecharse de nuestra ingenuidad y tendernos trampas (siempre por nuestro propio bien, eso sí). ¿Qué si los humanos no fuéramos más listos que los cíclidos? ¿Qué tal que no somos nosotros los que estamos acabando con el Planeta, como tan a menudo oímos decir, sino que es el Planeta el que está jugando con nuestras mentecitas? ¿Qué tal si el calentamiento global no es sino una parte de la maquiavélica estrategia del Universo? Esta hipótesis tiene algo de tranquilizadora: nos releva de la terrible responsabilidad ecológico-moral que cargamos sobre nuestros hombros.

Pero también tiene algo de inquietante: quiere decir que la Naturaleza es sabia, sí, pero también es tramposa.

jueves, 25 de septiembre de 2008

¿Flaquito?

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La verdad, siempre me ha dado gran ternura y simpatía esa tendencia que tenemos los mexicanos de aplicar los diminutivos con gran prodigalidad. No es raro escuchar frases como: ¿Me podría regalar unos limoncitos para estos taquitos? Y también más tortillitas, pero que estén bien calientitas, por favor, en las que el diminutivo se aplica sin relación alguna con el tamaño físico de los limones, los tacos ni las tortillas. Qué decir de aplicarlo a un adjetivo como caliente. Sin embargo, hay veces en que el uso del diminutivo no me parece ni tierno ni simpático.

Casi siempre, para describirme a mi y a otras personas con mi misma complexión física, la gente usa el término “flaquito”. ¿Por qué no dicen simplemente “flaco”? No creo que tenga que ver con mi tamaño, porque, si bien es cierto que no es mucho el volumen que ocupo en el universo físico, no puedo ser considerado una persona pequeña, comparado con la media nacional (mido un metro setenta y cinco centímetros de estatura).

El uso del diminutivo en este caso también pudiera deberse a una graduación o cuantificación. Como cuando decimos que alguien es "guapito" para dar a entender que no es tan guapo, cuando quedamos de vernos en la "nochecita" para aclarar que no queremos que sea tan noche. Pero me temo que este no es el caso tampoco: a nadie que me haya visto se le ocurriría decir que no estoy tan flaco (a menos que el punto de comparación sea la media nacional somalí).

Por lo tanto, debe haber otra explicación para la aplicación tan injustificada del sufijo -ito y mucho me temo que es la siguiente:

Cuando la gente quiere que una palabra que considera peyorativa no suene tan peyorativa, la reduce como para hacerla más cortés. Como si diciendo “negrito” para referirse a alguien de raza negra, o “indito” para designar a un indígena, o “mongolito” para una persona con síndrome de Down, el comentario fuera menos cruel, menos racista, cuando es exactamente a la inversa. Puede sonar cómico oír a alguien referirse a un basquetbolista afroamericano de más de dos metros como negrito o a una monumental cocinera zapoteca de ciento veinte kilos como indita. Pero en realidad no tiene nada de cómico: es más bien indignante.

El razonamiento oculto detrás del diminutivo es el siguiente: “como es tan pequeño, no podemos culparlo por ser tan prietito.” Además de presuponer que ser negro o indio es una condición inferior, aplicar el diminutivo en estos casos disminuye a las personas (por algo se llama diminutivo), las minimiza, las infantiliza, las anula como seres humanos (al menos como seres humanos de tamaño normal y edad adulta).

La verdad, a mi no me importa que me describan como “flaquito” (aunque, si se empeñan en emplear eufemismos, yo sugeriría palabras como delgado o esbelto). Lo que sí les voy a suplicar a mis amables lectores es que se abstengan de usar el diminutivo para expresar su racismo, su intolerancia y su estupidez.

(Ojo: nada de lo dicho en este artículo aplica para el Negrito Sandía, la Negrita Cucurumbé ni el Negrito Bailarín de las respectivas canciones de Cri-cri, ya que dichos personajes son efectivamente pequeños, por su tamaño o por su edad, por lo que, en sus casos, el diminutivo está perfectamente justificado.)

El colmo

Ayer amaneció en mi bandeja de entrada un correo en el que se me invita a asistir a la Ceremonia para conmemorar el 70 aniversario de la Casa de España en México.

La Casa de España en México. La sola mención de su nombre de inmediato provoca en el mundo intelectual mexicano resonancias casi míticas. Ocupa un lugar eminente entre los logros del cardenismo, cuando México todavía era revolucionario y se inventaban soluciones atrevidas y modernas a los grandes problemas nacionales. Se le recuerda como germen de El Colegio de México, origen y logro de grandes obras intelectuales, como renovadora de la cultura mexicana y, sobre todo, como refugio de intelectuales españoles republicanos que, ante la terrorífica avanzada del franquismo, decidieron abandonar su patria y buscar refugio de este lado del Atlántico.

A mi leal saber y entender (y al de la Real Academia Española) ser republicano significa ser partidario de la República, es decir un régimen no monárquico.

Por eso leí con enorme sorpresa que los invitados de honor a la Ceremonia de aniversario son of all people —y cito textualmente la invitación—Sus Altezas Reales, los Príncipes de Asturias.

Francamente, me sentí escandalizado ante tamaña incoherencia.

Yo me pregunto: ¿qué diría el filósofo José Gaos? ¿qué diría el gran poeta León Felipe? ¿qué dirían Luis Recasens, José Moreno Villa, José María Ots Capdequí, Enrique Díaz-Canedo, Juan de la Encina, el doctor Gonzalo Lafora, Jesús Bal y Gay y tantos otros ilustres huéspedes de la Casa de España que hace siete décadas se vieron obligados a dejar su tierra natal precisamente por que se negaron a aceptar el régimen monárquico, si se enteraran que los invitados de honor al festejo de aniversario son el heredero al trono y su señora esposa? ¿Qué opinarían Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas? ¿Querrían asistir a semejante evento?

Tal vez esté yo exagerando. Tal vez los antiguos odios entre monárquicos y republicanos sean cosa del pasado. Tal vez el mío sea sólo un fanatismo decimonónico trasnochado. Tal vez el conflicto haya terminado junto con la Guerra Civil, o bien con la muerte del Generalísimo y la tan cacareada “transición democrática española”. Tal vez, en pleno siglo XXI, a nadie más que a mi —y, por supuesto, a los lectores del ¡Hola!— le importe si Don Felipe y Doña Letizia (e incluso la pequeña infanta Leonor) asisten o dejan de asistir a la ceremonia conmemorativa.

Sin embargo, considerando que hasta el día de hoy hay bombas explotando y gente muriendo porque un grupo de personas se rehúsa a seguir siendo súbditos de Sus Católicas Majestades, creo que el conflicto ancestral sigue vivo. Y que hay que tomar partido.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Nomenclatura

Dedico esta entrada a mi admiradísimo Pedro Almodóvar, que hoy cumple cincuenta y siete años.
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La torpeza de nuestras relaciones sentimentales se revela despiadadamente en el lenguaje que utilizamos. No hay prueba más clara del calamitoso estado de nuestros afectos que esas ridículas paráfrasis con las que nos referimos al otro o a la otra, al objeto de nuestros ensueños momentáneos. La gente tradicional y heterosexual lo tiene claro: están casados por la Iglesia, son marido y mujer y la precisión de las palabras refleja un vínculo preciso, nos guste o no el contenido. Pero nosotros, los gays, los culposos y modernos, los confusos y perdidos, nos hacemos la lengua un nudo intentando inventar nuevos conceptos y el corazón un garabato ensayando nuevas maneras de quererse.
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Y así andamos, haciendo el más colosal de los ridículos. Referirse al ser amado como mi compañero y mi compañera no funciona: tiene un regusto a militancia setentera, a pretencioso. Qué decir de la ñoñez de mi novio (que, después de los veinte años, siempre suena ridículo), de la excesiva intrepidez de mi amante, de la vulgaridad de mi vieja o mi wey. Utilizar mi niño, mi bebé, o peor aún mi chico es de una cursilería rayana en el guateque. Decir mi pareja recuerda demasiado a la forma en que los polícías de tránsito que comparten una patrulla se hablan el uno al otro (atento, pareja, tenemos un trece veintisiete) Condenados como estamos a la perplejidad semántica, en nuestra desesperación echamos mano de los recursos más triviales y disparatados como el que te conté, el interfecto o la dueña de mis quincenas, que es un chiste malo y machista, propio de un burócrata de cuarta. O, en el colmo de la ineptitud, usamos frases larguísmas del tipo de el chavo ése con el que estoy enrollada o la muchacha con la que estoy viviendo, lo cual es un verdadero desperdicio de tiempo y de saliva (como si la saliva no sirviera para cosas más importantes).
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No sé si en otros idiomas han encontrado soluciones más honrosas a este problema, pero no me imagino a Jean-Paul Sartre refiriéndeose a Simone de Beauvoir como ma fiancée, ni mucho menos ma petite amie. Creo que los ingleses, siempre tan sensatos, han optado por la fórmula, nada comprometedora, de my significant other.
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Nombrar es una manera de poseer. Al nombrar el mundo nos adueñamos de él y lo ordenamos en la medida de lo posible, que es poco. Es decir que estamos jodidos. Si no sabemos nombrar al otro es que tampoco sabemos estar. Padecemos una vaguedad sustancial y sustantiva: desconocemos el contenido que pretendemos del otro y hemos olvidado por dónde pasa la frintera de nuestrios propios límites. O sea, un caos. Pero no hay que desesperarse. La Real Academia ha tardado toda su existencia en admitir una palabra como coño, que es tan sencillita y desciptiva. Bien podemos nosotros emplear nuestra vida en inventar una nomenclatura sentimental y nuevas costumbres afectivas.

martes, 23 de septiembre de 2008

Un teatro con nombre de mujer


Desde hace ya un buen tiempo he venido escuchando quejas y protestas de varios de mis amigos —nostálgicos, románticos, divófilos e inconformes de diversa índole— que se sienten indignados por el nombre que lleva “el mal llamado” Teatro de la Ciudad (para los despistados que no saben de lo que hablo, es el suntuoso edificio de fachada color amarillo que está en la calle de Donceles, al lado de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal). Insisten, algunos con verdadero furor, que el recinto debería adoptar su nombre original, el que llevaba hasta 1976, el de la mujer que financió su construcción: Gran Teatro Esperanza Iris.

Para ser sincero, yo —aunque también soy nostálgico, romántico, divófilo y suelo sentirme inconforme— no me sentía del todo convencido de la necesidad de rebautizarlo con el nombre de la tiple por el sólo hecho de que fuera ella (o, más bien, su compañía) la que aportara los dineros para construirlo. Por el contrario, como chilango orgulloso de serlo, sentía halagada mi vanidad citadina por el hecho de que uno de los teatros más hermosos de la República llevara el nombre de la ciudad a la que tanto quiero.

No obstante, hace poco llegaron a mis manos los escritos de la propia Esperanza Iris: fragmentos de sus diarios, intentos de autobiografías, cartas, guiones para pláticas y conferencias, entrevistas, que gracias a un notable esfuerzo archivístico y editorial de los investigadores del CITRU (Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral Rodolfo Usigli) fueron compilados y publicados en forma de libro. Gracias a la lectura de estos textos pude darme cuanta que la Iris fue mucho más que una empresaria que financió la construcción de un teatro.

Rosalía de la Esperanza Bonfill y Ferrer, quien luego adoptara el nombre artístico de Esperanza Iris, nació en San Juan Bautista, Tabasco (hoy Villahermosa) un día de marzo del año 1884 —aunque ella siempre prefirió decir que era diez años más joven y que había nacido en 1894.
Su madre era dueña de una casa de huéspedes vecina a la Teatro Merino en la que solían hospedarse los actores y cantantes de las compañías teatrales que pasaban por la ciudad. Ahí, Esperanza tuvo sus primeros roces con el mundo del Teatro, un mundo de ensueño, de fantasía, en el que con un decorado de cartón podía recrearse la atmósfera de un país lejano o de una época remota, que habría de cautivarla toda su vida (esa es la palabra, pues Esperanza Iris era una verdadera cautiva del Teatro). A la tierna edad de diez años apareció por primera vez en escena, en el papel de la niña Margarita en el drama La Pasionaria.

Al año siguiente, la familia se trasladó a la ciudad de México donde, después de un breve periodo en el que trabajó planchando corbatas en El Palacio de Hierro, la todavía niña Esperanza se unió a una compañía infantil de zarzuelas donde hizo su verdadero debut profesional, en el papel de la Menegilda de La gran vía en el Teatro Abreu (que es hoy la Biblioteca Lerdo de Tejada). No es un logro nada despreciable, considerando que entonces Esperanza tenía doce años y que el Arbeu era, después del viejo Teatro Nacional, el escenario más importante de la capital mexicana. Esto ocurrió el 22 de octubre de 1896 y, a partir de entonces, los acontecimientos de la vida de Esperanza se sucedieron con un ritmo tan vertiginoso que es casi imposible seguirle la pista.

Antes de cumplir veinticinco años, la Iris ya se había fugado, y después casado, con el director de orquesta de la compañía a la que pertenecía, Miguel Gutiérrez, un cubano veinte años mayor que ella; ya había dado a luz cuatro hijos (de los cuales dos ya habían muerto); ya había fundado su propia compañía y con ella había actuado en los principales teatros de México, Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Panamá, Colombia y Venezuela. También había revolucionado el teatro lírico en América Latina: fueron ella y su compañía las que desbancaron, en el gusto del público y en las carteleras de los teatros, al decimonónico y castizo género de la zarzuela, sustituyéndolo por el más moderno, frívolo y cosmopolita de la opereta vienesa, eso sí, traducida al español. Si hubiera que poner una fecha precisa a este cambio, sería el año de 1909 cuando la Compañía Iris-Gutiérrez, que a partir de ese momento se llamó Compañía de Operetas Vienesas, estrenó con enorme éxito La viuda alegre de Franz Lehar en la ciudad de Ponce, Puerto Rico. Por supesto, con la Iris como la viuda millonaria Ana Galvari que desde entonces se convertiría en el rol más representado de su repertorio.

Y, al igual que ocurría con vida de la diva, la vida política y social de México se volvió de pronto vertiginosa, alocada, violenta y sorpresiva: después de décadas de estabilidad porfiriana, los presidentes y los gobiernos, los levantamientos y las batallas, los golpes de estado, empezaron a sucederse con velocidad alarmante. En ese sentido, puede decirse que Esperanza Iris fue una mujer completamente ad hoc con el espíritu de su época.

De sus propios escritos se trasluce que Esperanza Iris fue una mujer terriblemente voluble, emprendedora, apasionada, no particularmente bonita pero sin duda encantadora, vanidosa, simpática, dicharachera, voluntariosa, inteligente, en ocasiones terriblemente depresiva, en otras, desmedidamente alegre, coqueta, católica devota, aficionada a las alajas y a los abanicos, enamoradiza, caprichosa, impredecible, fantasiosa, exagerada… en una palabra, una verdadera diva. Sin duda, en la actualidad más de un psiquiatra le hubiera diagnosticado trastorno bipolar.

Muy pronto se dio cuenta de que no era un negocio redituable tener una compañía teatral si no se tenía también un teatro. Por eso, en cuanto reunió el dinero suficiente, compró el Teatro Abreu en la ciudad de México (1909) y el Teatro Albisu en La Habana (1910). Sin embargo, ambos los perdió cuando se divorció de Miguel Gutiérrez, en 1913. No obstante, siempre conservó el sueño de tener su propio teatro, un teatro que no sólo fuera de su propiedad, sino que fuera un verdadero templo para adorarla (ya había dicho que era un tanto ególatra, la muchacha).

La oportunidad se presentó en octubre 1916, mientras la Iris y su segundo marido (el barítono español Juan Palmer) se encontraban de gira por Centroamérica. El director de orquesta y “segundo de abordo” de la compañía, Mario Sánchez, se había quedado México con la misión de comprar un teatro y había encontrado que, debido a la incertidumbre causada por la Revolución (que entonces se encontraba en uno de sus puntos más álgidos y violentos) los precios de las propiedades en la ciudad eran ridículamente bajos. En estas circunstancias, descubrió que se ofrecía a la venta el teatro Xicoténcatl, un enorme edificio de madera ubicado en la calle de Donceles, a un lado de que era entonces la Cámara de Diputados —ubicación inmejorable— por la irrisoria suma de 224,000 pesos. Era una cantidad mucho menor de lo que la Iris había calculado gastar para la compra de su teatro, por lo que decidió emplear el excedente en derribar el viejo edificio y construir en su lugar un coliseo digno de la “emperatriz de la gracia y reina de la opereta” (título con el que la designaron los casi nada exagerados cubanos).

A pesar de las complicaciones inherentes a la guerra civil, para fin de año se había cerrado el trato de compra-venta. La demolición de la antigua estructura tuvo lugar mientras, en Querétaro, el Congreso Constituyente discutía y aprobaba, artículo por artículo la nueva Constitución Política del país. Finalmente, el 3 de mayo de 1917, día de la Santa Cruz, mientras la Iris triunfaba en Brasil, se puso la primera piedra y se iniciaron los trabajos de construcción del teatro, que quedaron a cargo de los arquitectos Francisco Mariscal e Ignacio Capetillo y Servín.

En aquellos momentos en que el Teatro Nacional había dejado de existir (fue demolido en 1905) y el Palacio de Bellas Artes era apenas un ambicioso proyecto (no se inauguraría hasta 1934), la ciudad de México necesitaba con urgencia un teatro a la medida de su importancia y de su tamaño. Pero también eran tiempos de incertidumbre política y crisis económica, por lo que nadie estaba dispuesto a invertir la suma necesaria para levantar un recinto de esa envergadura. Nadie, más que Esperanza Iris.

Mientras los grandes capitales salían del país como si éste fuera un barco a punto de irse a pique, la Iris, haciendo justamente lo opuesto, mandaba a vuelta de correo verdaderas fortunas que ganaba con las representaciones de sus operetas por toda América Latina. Aunque no estuvo físicamente presente para supervisar la construcción, la diva vigilaba desde lejos y exigía que no se escatimara ni un peso, para que las maderas fueran de la mejor calidad, para que se levantaran más estatuas, para que el candil principal fuera más imponente y, sobre todo, para que no faltara en cada rincón del recinto el escudo con las iniciales E.I.

Finalmente, el 25 de mayo de 1918, hace casi exactamente noventa años, fue inaugurado, con toda pompa y boato, el magnífico, el espléndido, el Gran Teatro Esperanza Iris. Para darle más solemnidad a la ocasión, asistió al evento el propio presidente Venustiano Carranza, junto con su esposa.

Fue un acontecimiento de gran importancia simbólica, no sólo para la comunidad teatral, sino para toda la ciudad, para todo el país: fue la demostración palpable de que México había logrado salir indemne de la cruenta guerra civil por la que había atravesado; fue un augurio de paz, de estabilidad y de prosperidad para el régimen posrevolucionario; fue, sobre todo, una señal que indicaba que, después de tantos años de sufrimiento y violencia, los mexicanos podían volver a ser felices, frívolos y despreocupados. El nombre “Esperanza” quedó como anillo al dedo.

La ceremonia culminó —no podía haber sido de otro modo— con la representación de una opereta, ligera, picaresca y suntuosa, perfectamente acorde con el ánimo de la ocasión: La duquesa del Bal-Tabairn, con la estrella del momento, Esperanza Iris, en el papel de la vedette-duquesa Frou-frou.

La esperanza que representaba el Iris (permítaseme el juego de palabras) se vio sólo parcialmente defraudada: la violencia no se detuvo con la nueva Constitución. Por el contrario, al año siguiente de la inauguración, Zapata fue asesinado en la hacienda de Chinameca; más tarde, Carranza fue acribillado a balazos en Tlaxcalaltongo, después le seguirían Villa y Obregón. Sin embargo, a lo largo de estos acontecimientos el Teatro Iris se erguía en la calle de Donceles, impasible, imponente y lujoso, indiferente a la muerte y a la violencia que rondaban a su alrededor, como un arco iris que aparece entre las nubes de tormenta.

Sobre su escena cantó el gran Enrico Caruso a principios de 1919 y más tarde, ese mismo año, bailó Ana Pavlova. En 1921, para conmemorar el Centenario de la Consumación de la Independencia, fueron invitados a participar en la temporada de ópera que se celebró ahí varios de los cantantes más famosos del mundo, como Aureliano Pertile, Tito Schipa, Giulio Crimi, y la “divina” Claudia Muzio. En 1927, para escándalo de la buena sociedad mexicana apareció sobre las tablas del Iris la celebérrima desnudista afroamericana Josephine Baker, que por entonces reinaba en los cabarets de París.

Mientras tanto, Esperanza Iris y su compañía seguían montando sus operetas por todo el mundo. Pero, en las temporadas en las que estaba en la ciudad de México, habitaba un departamento construido dentro del mismo teatro al que adoraba y al que llamaba “mi novio ingrato” por el amor incondicional —y no necesariamente correspondido— que le profesaba.

A partir de 1934, con la inauguración de Bellas Artes, empezó la decadencia del Iris, que dejó de ser el primer teatro de la ciudad. Mientras los espectáculos de más alto nivel se presentaban ahora en esta nueva sala, mucho más grande y moderna, el público empezó a perder interés por la opereta. La llegada del radio a los hogares mexicanos fue otro duro golpe para la industria teatral. Finalmente, la tan añorada estabilidad había llegado al país, y sus ingratos habitantes que ya no necesitaron operetas, iris ni esperanzas, dejaron de acudir al teatro. En consecuencia, el Iris tuvo que adaptarse su nueva realidad para presentar espectáculos más populares, como variedades, revistas musicales, burlesque y, finalmente —para el colmo de la deshonra— películas. Aun con estas humillantes concesiones, el lujosos recinto, que ahora se llamaba Cine Iris dejó de producir ganancias y se convirtió, desde el punto de vista financiero, en una carga para su dueña.

No obstante, la vida de Esperanza Iris seguía estrechamente ligada a la de su amado Teatro. Al tiempo que éste iba perdiendo su glamour en una forma lenta y dolorosa, la Iris empezó a sufrir desgracias y calamidades en su vida personal: en 1926 murió su hijo Carlos; en 1931 murió su hijo Ricardo; en 1933, se divorció de Juan Palmer. Después vino un breve periodo de felicidad, durante el cual la tiple contrajo matrimonio por tercera y última vez con el cantante chihuahuense Paco Sierra, veintiséis años más joven que ella. Sin embargo, la alegría no duró mucho: en 1952, Paco Sierra cometió un oscuro fraude de seguros que involucró la explosión de una bomba en una avioneta, fue descubierto y encarcelado en Lecumberri, en donde permaneció hasta el final de los días de Esperanza. Como sucede cuando hay dos organismos simbióticos, no se sabe si fue la decadencia de Esperanza lo que produjo la decadencia del Iris o si fue a la inversa.

En 1953 vino el golpe más duro: tuvo que rentar su Teatro, por un periodo de quince años al señor Calvet. Todo, salvo el pequeño departamento en la parte alta del edificio en la que continuó viviendo, incapaz de separarse de su “novio ingrato”. Los empleados adoptaron entonces la costumbre de desalojar al público antes de las doce de la noche. Muchas veces, cuando se acercaba el último minuto del día, los espectadores rezagados, que no entendían el motivo de la orden, escuchaban por todos los rumbos del teatro: “¡Shhhh! Silencio, por favor!”. El coliseo de la calle Donceles quedaba vacío a medianoche; y es que a esa hora se iba a dormir doña Esperanza. Silencio.

El 8 de noviembre de 1962, a los setenta y ocho años, murió Esperanza Iris y sus restos fueron velados —¿dónde más?— sobre el escenario de su Teatro, cuya cartelera anunciaba ese día a los cómicos Clavillazo, Palillo y Medel.

Después de conocer por su propios escritos la historia de la Iris y de su teatro, no me queda más remedio que tragarme mi orgullo de chilango (que bastante vapuleado anda últimamente) y unirme al coro de voces que exigen que el Teatro de la Ciudad vuelva a llamarse Gran Teatro Esperanza Iris.

jueves, 18 de septiembre de 2008

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Ok, por ahora no se me ocurre nada.... pero el día menos pensado agarro y me pongo a escribir como un poseso.