miércoles, 3 de diciembre de 2008

Prejuicios

"Los japoneses son una raza cruel"
La mamá de Bridget Jones
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La forma en que los humanos percibimos el mundo se basa, en gran medida, en prejuicios, supersticiones, fobias y presunciones que nada tienen que ver con la evidencia empírica ni con proceso racional alguno. Y me temo que yo no soy la excepción. Lo confieso humildemente: soy un verdadero saco de prejuicios. Así, por ejemplo, siempre he estado convencido de que no me gustan las óperas de Wagner, a pesar de que nunca he visto una completa. (Cuando tenía doce años, y todavía no se instauraba la costumbre de poner supertitulaje en los teatros de ópera, me llevaron a ver De Vliegende Hollander, pero me temo que pasé la mayor parte de la función durmiendo a pierna suelta).

Otro de mis prejuicios más fuertes va dirigido contra una nación entera: los japoneses. Y no es que me parezcan inferiores ni racial ni moralmente, sino que, por lo poco que conozco de ese remoto archipiélago, he llegado a convencerme de que su cultura es tan radicalmente diferente a la nuestra, tan absolutamente ajena a mí, que no puede haber nada en común, ningún punto de entendimiento entre ellos y yo. Esta convicción no sólo no está apoyada por ninguna evidencia sino que, de hecho, hay bastante evidencia que la contradice: adoro el sushi, el sake y el sukiyaki; encuentro preciosos los jardines nipones y los kanjis me parecen una forma de lo más estética de expresarse. Pero bueno, si los prejuicios fueran lógicos o racionales, dejarían de ser prejuicios.

Fue esto lo que me hizo postergar la lectura de un libro que, pese a las excelentes críticas que había oído al respecto, dejé reposar sobre mi mesa por meses, cubriéndose por una fina capa de polvo. Era la novela Tokio blues (o Norwegian Wood) de Haruki Murakami (publicada en castellano por Tusquets). Sin embargo, hace unos días, en un ataque de valor desacostumbrado en mí, decidí rebelarme contra mi fobia anti-nipona e hincarle el diente a la novelita.

La novela comienza cuando el narrador, al aterrizar en un aeropuerto en Alemania, escucha una versión instrumental de Norwegian Word de los Beatles y la melodía (como la famosa magdalena remojada en té de En busca del tiempo perdido de Proust) lo remonta a su juventud: específicamente, al Tokio de 1969, donde se desarrolla casi toda la acción.

No voy a hacer aquí otra reseña. Éste no pretende ser un blog de crítica literaria. Sólo diré que el libro me gustó bastante y que, aunque el personaje central se llama Watanabe, y no Juan ni Pedro, fui capaz de identificarme con él, de simpatizar con sus desgracias y de emocionarme con sus triunfos. Como a él, a mi también me conmueven las canciones de los Beatles. Comprobé que, aparte de algunas costumbres que sí me resultaron muy extrañas, los japoneses piensan, actúan, sienten y aman esencialmente igual que el resto de los seres humanos. Hay cosas —como el amor, los celos, la muerte o los Beatles— que son universales. La única diferencia cultural profunda que pude detectar fue una tendencia un tanto más elevada hacia el suicidio: en la novela hay cuatro personajes que se quitan la vida (eso sin contar los intentos fallidos).

Fue, como diría una amiga mía, un gran “ejercicio de empatía”.

Por eso le recomiendo, amable lector, que escoja alguno de sus prejuicios (no se haga: yo sé que tienen varios) y lo confronte con la realidad: vea una película que siempre le haya dado flojera, oiga un tipo de música que nunca le haya llamado la atención, visite un lugar que siempre le haya caído gordo, y compruebe si sus ideas preconcebidas resultan ser correctas. Lo más probable es que la película, efectivamente, resulte un bodrio; que la música sea pésima y que el lugar, como usted bien había supuesto, esté lleno de gente odiosa. Sin embargo —admítalo— existe una pequeña posibilidad de que no sea así. Creo que vale la pena correr el riesgo.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Conversación en La Catedral

OK. Reconozco que escribir la reseña de un libro cuarenta años después de su publicación es una mala idea, o por lo menos inoportuna. Sin embargo, aunque Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa fue publicada en 1969, yo apenas la acabo de leer, por lo que no pude haber escrito esta entrega antes…

Antes de empezar a leerla puede uno notar que es una novela enorme, gigantesca, realmente catedralicia. Y es que, como el propio Vargas Llosa declarado en repetidas ocasiones “las grandes novelas suelen ser novelas grandes”. Yo estoy de acuerdo con esta premisa: cuando una novela es buena, uno no quiere que termine nunca, quiere que dure. Por eso creo que ese elemento puramente numérico, de cantidad, en la novela es un aspecto central de la cualidad.

Lo primero que uno lee, apenas al abrir el libro (o, mejor dicho el primero de los libros, porque en la mayoría de las ediciones, incluyendo la que leí yo, viene en dos tomos) es una epígrafe sacada de la novela Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac (otro que, como Vargas Llosa y como yo, creía que las grandes novelas deben ser novelas grandes) y dice así: «Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l'histoire privée des nations.» Es decir, hay que hojear toda la vida social para ser un verdadero novelista, dado que la novela es la historia privada de las naciones. Y eso es lo que hace Vargas Llosa en su Conversación: una historia privada del Perú.

Conversación en La Catedral es una obra de gran complejidad narrativa, que se sustenta en un impresionante artificio de recursos técnicos, en donde dos o más diálogos entre oersonajes diferentes y entiempos diversos se entrecruzan constantemente. Es pues una novela de lectura difícil, que requiere un esfuerzo constante por parte del lector para ir tejiendo los hilos que componen la trama. Pero, a pesar de su complejidad (o quizá gracias a ella) la novela se va haciendo apasionante, adictiva. Y así, cualquier receso en su lectura produce en un síndrome de abstinencia que lo impulsa a uno a seguir leyendo.

En un intento por sintetizar lo insintetizable, diré que se va desenvolviendo a partir de una conversación entre un periodista frustrado, Santiago Zavala, “Zavalita” y Ambrosio, un antiguo chofer y guardaespaldas de su padre, a quien encontró de casualidad en la perrera adonde ha ido a rescatar a su mascota. Esta conversación madre, que no tiene lugar en ninguna iglesia, sino en una cervecería limeña de mala muerte llamada “La Catedral” dura varias horas, y es madre porque de ella, atraídas por ella, surgen otras conversaciones, otros diálogos, que corresponden a distintos momentos de las vidas de Zavalita o del guardaespaldas, y que van reconstruyendo, de manera fragmentada y como en un contrapunto, la vida del Perú durante los ocho años de la dictadura de Manuel Odría (1948-1956).

En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de la generación de Vargas Llosa pasaron de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, es la materia prima de la novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.

La conversación —y toda la novela— tienen como objetivo responder a dos preguntas que Zavalita se hace a sí mismo en las primeras páginas: ¿Cuándo se jodió el Perú? ¿Cuándo te jodiste tú? Así, Conversación en La Catedral es la crónica de un fracaso doble: el fracaso individual de sus personajes y el fracaso colectivo de la sociedad peruana.

Aunque hay algunos optimistas (entre otros el propio Vargas Llosa) que aseguran que Perú está entrando a la era de la democracia, que se acabaron los gobiernos dictatoriales y los ciudadanos apáticos o cínicos, que no hay tanto racismo ni tanta estratificación social como antes, lo cierto es —y para comprobarlo basta leer los periódicos, hablar con algún peruano o simplemente ver un programa de Laura en América— que el triste panorama retratado en Conversación en La Catedral sigue tan vigente hoy en Perú, y en toda América Latina, como el día en que fue escrita.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El desamor

El desamor escuece. Tengo un amigo que, después de cuatro intensos meses de relación, terminó con su pareja este sábado. Lo vi el domingo, con los ojos hinchados por el llanto, aplastado por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama, si tu amada te ignora, el futuro te parece gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin enjundia ni sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia de la que está enganchado. Por eso a mi amigo se le había apagado el mundo aquél día funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.

El desamor abrasa. Sobre todo al principio. Sobre todo si tienes veinte años. Sobre todo si tienes una naturaleza sensible. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son verdaderas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad, inmensas e inmutables como los oscuros planetas que cruzan con lentitud el arco del cielo. Y así, cuando estás enamorado, crees que tu amado (o tu amada) es irremplazable. Que no hay otro ser en el mundo tan maravilloso o tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de ese modo.

Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único y que tal vez ni siquiera es amor. Pero aun así, el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejía, un ardor frío.

Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y te enojas. Esperas esa palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final: que él (o ella) se comporte de una manera distinta a como siempre es, o lo que es lo mismo, que sea otro. Pero él (o ella) suele manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como es y a no convertirse en el amante ideal que uno espera que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se fastidia, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma, porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como atrapar una voluta de humo en una jaula; cuando el desamor te hincado el diente, suele comerte entero. Eso también se aprende con los años.

El domingo quise decirle a mi amigo tan sensible y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el de que te dejen de querer: cuando sientes que la luz de la pasión se va apagando lenta e inexorablemente, que la hoguera se convierte en brasa y que tarde o temprano no será sino ceniza. Amaste, lo sabes porque la memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las fotos de los primeros días de tu romance y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de adorarse. ¿De verdad te palpitaba el corazón, te sudaban las manos, perdías el aliento cuando lo veías o la veías? Donde ayer había el resplandor del sol, hoy no queda más que un polvillo grisáceo.

Quizá han vivido juntos durante años, quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Lo quieres como se quiere a la familia, con un cariño acostumbrado. Pero en algún punto de ese camino que han recorrido juntos tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces, no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; ella dejó de ser la esposa que soñaste, él ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas peleas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurita que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede marchitar en ti el enamoramiento que antes sentías. Y es que, el amor, aunque mi despechado amigo lo vea ahora como un incendio devastador, es a veces una llamita débil y delicada que hay que cuidar con mucho esmero para que no se apague.

Duele el desamor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y arde la despellejada piel del alma con un desamor reciente, conviene pensar en alguna s consideraciones que también pude hacerle a mi amigo y no le hice. Primero: que en todas las rupturas se aprende algo. Segundo: que el amor no está en el otro, sino en ti mismo: si alguna vez amaste, lo más probable es que lo vuelvas hacer… y siendo más sabio. Y tercero: que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio; y así, el dolor del desamor es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Y, aunque mi amigo no lo crea, es una ganga.

¿Es en serio?

Lo vi hoy en el periódico. Está ahí, descarado y amarillo, ocupando buena parte de la página 26. Es un anuncio de Grupo Profuturo, una especie de entidad financiera que se dedica a administrar fondos de inversión, afores, pensiones, etc. (Quizá hayan visto alguno de sus comerciales en la televisión o en el cine: son esos en los que un joven claramente oligofrénico discute con su padre, quien parece ser todavía más estúpido que el hijo, sobre el coche que quiere comprar, la universidad a la que planea asistir y el departamento en el que piensa vivir cuando se gradúe.)

Pero este anuncio en particular, el que aparece publicado, descarado y amarillo, en la página 26 del periódico de hoy, es todavía más sorprendente. No es ni siquiera un anuncio. Es un horóscopo. En realidad, tampoco es realmente un horóscopo, propiamente dicho. Es sólo un catálogo de signos zodiacales, para cada uno de los cuales se da una serie de números asociados con determinados atributos. Así, por ejemplo, a mí que soy Géminis, se me informa que mi número de la suerte es el 17, mi número del amor es el 20, mi número del dinero es 18 y mi número de la salud es —otra vez— 20.

¿Es en serio? ¿De verdad quieren dar a entender que los ejecutivos que pretenden administrar nuestros ahorros creen que de alguna manera la posición de las constelaciones con respecto a la Tierra en el momento de nuestro nacimiento determina nuestro futuro? Si es así ¿le pedirán a sus clientes que les proporcionen su signo zodiacal y su ascendente, para así poder invertir en lo que más les convenga? ¿tomarán en cuenta la posición de Mercurio al momento de comprar o vender acciones? Y el horóscopo chino ¿a ese no lo toman en cuenta? (por cierto, yo en ese soy cabra, de tierra para mayor referencia) ¿Y el horóscopo maya? (en ese soy serpiente, creo) ¿acaso éstos les parecen de algún modo menos científicos que el zodiaco griego?

Reconozco que yo no entiendo nada de finanzas y es muy posible que esté equivocado, pero, la verdad, esta propaganda no me inspira mucha confianza que digamos. Lo que me preocupa es que los encargados de diseñar las campañas publicitarias de Profuturo —que seguramente son expertos en mercadotecnia y publicidad, graduados de prestigiosas universidades americanas— consideraron que, por alguna razón, la referencia astrológica sería una gran idea para atraer clientes potenciales. Pero lo que me preocupa todavía más es que probablemente tengan razón y, efectivamente, el honrado pueblo mexicano acuda en manada a depositar su dinero en manos de estas personas que dicen ser capaces de desentrañar los inefables secretos de las estrellas y de la bolsa de valores.

Por si las dudas, hoy trataré de comprar un boleto de lotería que termine en 17. Lo que va a ser un poquito más complicado será enamorarme de 20 personas, retirar 18 pesos del cajero o tomarme 20 vitaminas diferentes. En fin, se hará lo que se pueda…

martes, 25 de noviembre de 2008

Disculpa pública

Yo sé que a la mayoría de los amables lectores de este blog no les entusiasma particularmente el tema de la ópera ni sienten particular interés por las entregas que versan sobre este tema. Sin embargo, a riesgo de provocar el tedio de más de uno, hoy me siento obligado a escribir, una vez más, sobre esto.

Hace poco más de un mes escribí en este blog una entrada dedicada a la ópera Edgar de Giacomo Puccini y dije que pronto se efectuaría su estreno en México por parte de la Compañía Nacional de Ópera. Y así fue. El jueves de la semana pasada se representó por primera vez en nuestro país, en la Sala Nezahualcóyotl, en versión de concierto. Yo asistí a la función, entre otras cosas, porque estaba ansioso de ver las notas que había escrito al respecto impresas en el programa de mano.

Dije también, en la referida entrega, que Edgar era una ópera francamente pobre e incluso tuve la audacia de titularla “Sobre Edgar o la mediocridad”. Y sobre eso es que quiero publicar ahora una rectificación: si bien es cierto que el libreto es embrollado y poco creíble, que la “ópera en atril” es una forma muy poco afortunada de apreciar una obra tan llena de acción como ésta, y que la interpretación de los tres solistas principales dejó mucho que desear, la música me pareció deslumbrante. Desde las primeras notas, que evocan la dulzura y la placidez de la vida en una aldea de Flandes hasta el impresionante final, cargado de dramatismo y de violencia.

Le ofrezco una disculpa, Don Giacomo.

Pero no soy yo sólo quien debería disculparse con Puccini o, mejor dicho, con su Edgar. Es el público en general. Y es que, a pesar de la popularidad del compositor, la noche del jueves, la Sala Neza estaba lastimosamente vacía. (Debo decir que entre los pocos asistentes se encontraba el actor John Malkovich, a quien no puede evitar pedirle una autógrafo). Desde el punto de vista de la taquilla, su estreno en México fue un fracaso rotundo, como lo fueran, hace poco más de un siglo los estrenos en Milán, en Ferrara, en Madrid y en Buenos Aires.

Sospecho que, en este caso, el desaire del público mexicano se debió a circunstancias completamente ajenas a Edgar: esa misma noche se estrenó en el Teatro Iris una ópera sobre Santa Anna con libreto de Carlos Fuentes y en el Auditorio Nacional se montó una superproducción internacional de la siempre taquillera Carmina Burana. Se diría que la ópera tiene una maldición, una jettatura, como dirían los italianos, que son expertos en ópera y en supersticiones. Seguramente, en sus representaciones anteriores, también hubo elementos, independientes a la calidad de la obra, que provocaron su fracaso (algún otro evento cultural o social que atrajera más al público o el sabotaje deliberado por parte de enemigos del compositor, del teatro o de los cantantes).

El caso es que, a pesar de la excelente factura de la partitura, de la imponente orquestación, de las conmovedoras melodías, el pobre Edgar siempre ha sido un fracaso. Y me temo que, a los ciento veinte años, ya no tiene grandes posibilidades de recuperarse.

viernes, 21 de noviembre de 2008

El frío y el miedo

Entrega dedicada a la memoria de la gran Anabel Ochoa, q.e.p.d.

En la entrega anterior dije que pertenecía al grupo de personas para las cuales irse a la cama significa refugiarse en un lugar calentito y seguro, en el que nos sentimos protegidos de todo mal. Sin embargo, en mi caso, el lecho empieza a perder su magia tranquilizadora en esas grisáceas horas de la madrugada, cuando el aire se siente más frío y la luz del sol empieza a insinuarse, tímida, insegura, en el horizonte. A esas horas, si tengo la desgracia de encontrarme despierto, o peor aun, semidespierto, suelo sentir una ansiedad física que ya pertenece al mundo de lo despierto pero que conserva un cierto sabor a pesadilla, un horror indefinido, un miedo verde y pegajoso que se me adhiere a la piel y que no se despega hasta que, llegado el momento, me lo limpio con el agua caliente de la regadera.

Y es que, en el mapa de percepciones de mi cerebro, el miedo y el frío ocupan posiciones contiguas, y la frontera entre ambos a veces se desdibuja. Por eso en las heladas madrugadas de esta temporada (tengo entendido que ayer amanecimos a 0°C) me encuentro a mí mismo tiritando con una sensación que, si no es miedo, se le parece mucho.

Ya sé que, en la cabecera misma de este humilde blog, digo que en las mañanas, cuando estoy a la mitad del proceso de despertar, en esa tierra de nadie entre el sueño y la vigilia, cuando el mundo es todavía una imagen borrosa y la almohada es el elemento más importante del universo, surgen en mi mente una serie de ideas que en su momento me parecen brillantes. Pero la verdad es que también a esa hora de duermevela, cuando estoy particularmente vulnerable, se me escapan los monstruos y los demonios que, durante el resto del día, mantengo encerrados en una recóndita mazmorra de mi mente.

Me pregunto si esos terrores matinales son comunes y sí existe alguna solución para ellos. ¿Ansiolíticos, quizá? ¿Psicoanálisis? ¿O tal vez, simplemente, una cobija extra y/o un calentador eléctrico?

martes, 18 de noviembre de 2008

Bibliofilia

Según la escritora japonesa Sei Shonagon, el olor de una página en blanco es como el aroma de la piel de un nuevo amante que hace una visita sorpresa en un jardín lluvioso. La figura me parece hermosísima. Sin embargo, para mi, lo que huele como la piel de un amante nuevo no es una página en blanco, sino una página escrita —o más bien, cientos de páginas escritas y pegadas una tras otra formando un libro. Un papel en blanco huele a bebé, a promesa, a posibilidades; en cambio, un libro terminado huele a lo que huele un ser humano hecho y derecho.

Tal vez por eso me emociona tanto comprar un libro nuevo cuando éste promete ser bueno; por eso encuentro un placer francamente erótico al desnudarlo de su envoltura de celofán; por eso me gusta acariciar sus páginas tatuadas de letras; por eso es que, normalmente, no puedo esperar a salir de la librería para leer las primeras líneas. También a eso debe deberse el amargo sabor a despedida que siento en la boca, dos o tres días después, y si el libro cumplió con lo prometido, cuando leo las últimas palabras.

Tuve una de estas experiencias erótico-literarias con un libro que compré apenas ayer, en el Péndulo de la Condesa y que terminé hace unas horas. Lo encontré ahí solito, esperándome, seduciéndome. Y no es que su cubierta me gustara particualrmente. De hecho, me desagradó bastante (es rojo chillante y tiene dibujada una lagartija). Lo que me emocionó fue saber que lo había escrito Rosa Montero, que es sin duda una de mis autores actuales favoritos, (¿una de mis autores actuales favoritos? creo que me hice bolas con los géneros en esta frase… pero me rehúso a solucionar el problema usando @ en vez de a u o). Además, me gustó su título, nada modesto, por cierto: Instrucciones para salvar el mundo.

Como es mi costumbre, apenas salí de la tienda, lo saqué de su crepitante bolsa de papel, rasgué con impaciencia, pero también con infinita ternura, el celofán que lo envolvía, lo abrí, aspiré el aroma embriagador del papel-piel y empecé a leer:

La Humanidad se divide entre aquellos que disfrutan metiéndose en la cama por las noches y aquellos a quienes les desasosiega el irse a dormir. Los primeros consideran que sus lechos son nidos protectores, mientras que los segundos sienten que la desnudez del duermevela es un peligro. Para unos, el momento de acostarse supone la suspensión de las preocupaciones; a los otros, por el contrario, las tinieblas les provocan un alboroto de pensamientos dañinos y, si por ellos fuera, dormirían de día, como los vampiros…

Al leer estas líneas pensé, de inmediato, que yo pertenezco decididamente al primer grupo: a aquel para el que la cama representa un refugio seguro y cálido, a los que no les da miedo irse a dormir, sino despertar. Pero en esta entrada no quiero hablar sobre mis terrores y mis demonios personales, sino sobre el libro.

Pronto descubrí que, a diferencia de mí, los personajes de la novela (un taxista que no logar superar la muerte de su esposa, un médico desencantado de la vida, una bellísima prostituta negra, una científica vieja y alcohólica) pertenecen al segundo grupo y viven sus vidas de noche para no dejar que la oscuridad y sus horrores los pesquen desprevenidos. Como no pretendo aquí reseñar esta novela, no entraré en más detalles al respecto.

Sólo diré que, hace un par de horas, leí la última página, la 312. Aunque puedo decir que fue un final feliz, optimista incluso, me quedé sintiendo, como cada vez que termino un libro que me gusta, una nostalgia dulce y dolorosa. Aunque el volumen sigue entre mis manos, y sé que puedo conservarlo, cuidarlo, atesorarlo, también sé que ya nunca podré volver a leerlo con la misma sensasión de sorpresa y maravilla que la primera vez.
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Los buenos libros, como las buenas relaciones, no deberían terminar nunca. Y, sin embargo, siempre terminan.
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(Que conste que hablo de los libros, no de las relaciones)

martes, 11 de noviembre de 2008

El sentido del humor

Siempre he pensado que el sentido del humor es la muestra más elevada de la inteligencia de una persona, por eso es la cualidad que más admiro. Creo cualquier artista, cualquier político, cualquier científico que sea inteligente —y, por lo tanto, que sea bueno como artista, como político o como científico— tiene que tener un buen sentido del humor. Ejemplos de lo anterior son el humor, un tanto pueril pero sin duda brillante, de Mozart; el humor burbujeante de Rossini; el elegante humor de Wilde; el humor amargo de Borges; el humor bonachón de Einstein (cuya misma fotografía es una ingeniosa burla de sí mismo).

Los políticos de antes, los buenos políticos de antes, eran famosos por su sentido del humor. Quizá el caso más notable sea el de Sir Winston Churchill que, si bien tomó varias decisiones cuestionables, poseía sin duda una de las mentes más brillantes de la historia contemporánea. Y esta brillantez se expresaba en un inagotable caudal de agudas paradojas, frases célebres e ingeniosísimos juegos de palabras. Una de mis citas favoritas de Churchill es la que sigue: “Me gustan los cerdos. Los perros nos miran con admiración, los gatos nos miran con desprecio, sólo los cerdos nos miran como a sus iguales.”

El sentido del humor de los políticos actuales habla, y habla muy mal, de su inteligencia. Un ejemplo reciente, ocurrido apenas la semana pasada, fue el patético chiste que quiso hacer Silvio Berlusconi cuando le preguntaron su opinión sobre la histórica victoria de Barck Obama. “¿Obama? —dijo— é giovane, bello e abbronzato.” (es joven, guapo y bronceado). Sus palabras no sólo fueron condescendientes, racistas y ofensivas; también incurrieron en el peor pecado que un chiste puede cometer: no fueron graciosas.

Y es que Berlusconi es uno de los personajes más insensibles, ignorantes y francamente estúpidos que haya gobernado Italia (y vaya que la península itálica ha tenido a lo largo de su historia a varias bestias de primer nivel en el poder). En más de una ocasión, el actual primer ministro ha tenido que pedir disculpas públicas por las bromitas políticamente incorrectas que tanto disfruta hacer, en las que se burla de las mujeres, de los homosexuales, de los inmigrantes, de los socialistas y con las que no consigue hacer reír a nadie (más que a un puñado de aduladores y lambiscones que seguramente revolotean en torno suyo y le aplauden sus gracejadas).

En este caso, el racismo implícito en sus comentarios sobre Obama no pasó desapercibido: la ex cantante, ex modelo y actual primera dama de Francia, Carla Bruni, declaró, después de oír el chistecito de Berlusconi, que se sentía feliz de ya no ser italiana (declaración totalmente justificada, que sin embargo indignó e hirió el orgullo nacional de los italianos, más o menos como cuando cierto cantante italiano declaró que las mujeres mexicanas eran “feas y bigotudas”).

No quiero analizar aquí el sentido del humor de los políticos mexicanos actuales y sus implicaciones en sus respectivos intelectos, porque, me temo, el resultado sería francamente deprimente.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Cartas de amor

El gran poeta portugués Fernando Pessoa escribió que “todas las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas”. Y tenía toda la razón. Pero también escribió, en ese mismo poema que “al fin y al cabo, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor sí que son ridículas.”

La mayoría de las personas que conozco, yo incluido, guardamos las cartas, igual que los e-mails de amor, con una devoción cercana al fanatismo. Las conservamos como quien guarda un diploma o un título universitario, como si pudiéramos anexarlas a nuestro curriculum vitae y así demostrar, a quien se atreva a ponerlo en duda, que alguien alguna vez, a pesar de nuestros defectos y debilidades, nos quiso. Y nos quiso mucho. Al punto de estar dispuesto —por nosotros— a quedar como verdadero idiota. Por eso, entre más cursi y ridícula sea una carta de amor, mayor es su valor curricular.

Y si el autor de la carta en cuestión ha dejado de querernos, estas constancias escritas del amor que alguna vez sintió por nosotros se vuelven todavía más valiosas: demuestran fehacientemente que, si salimos lastimados, no fue culpa nuestra: ellos nos dijeron que nos amaban con locura, ellos los que juraron que nunca nos harían daño, ellos los que prometieron que nos querrían toda la vida. Nosotros fuimos sólo víctimas inocentes. Y ahí están las cartas para demostrarlo.

No es necesario releerlas muy seguido: nos basta saber que están ahí, esperándonos en el fondo del cajón, tan tiernas y románticas como el día en que fueron escritas.

Por eso, en general, quienes tienen el valor (o la necesidad) de deshacerse de las cartas de amor que han recibido, no las tiran sencillamente al bote de basura, sino que las queman en una hoguera casi sagrada: saben que están sacrificando una parte de sí mismos, como quien se arranca su propio corazón para ofrecérselo a un dios sanguinario.

Y es que, al parecer, el amor que sentimos en el pasado puede conservarse en la memoria del corazón. Pero para preservar—al menos en parte— el amor que otros han sentido por nosotros, es necesario contar con evidencia escrita. Por eso coleccionamos desde la notita infantil escrita en una hoja de cuaderno, hasta las complejas epístolas con elevadas pretensiones filosóficas o literarias. Puede que, como dijo Pessoa, sean ridículas las criaturas que nunca han escrito una carta de amor. Pero a juzgar por la forma en que atesoramos estos breves tesoros de papel y tinta, lo verdaderamente patético, lo que de verdad nos da miedo, es llegar a convertirnos en criaturas que nunca han recibido una carta de amor.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La vida no es justa

La vida no es justa. Esta es una verdad evidente, incuestionable, inocultable, como un templo, una catedral, una basílica. Y, sin embargo, es una verdad que los pobres seres humanos nos rehusamos a aceptar. A pesar de los cientos, de los miles de ejemplos que presenciamos diariamente de la flagrante injusticia del mundo, hacemos todo lo posible para no verla.

La gente que cree en la inmortalidad del alma tiene el problema resuelto: sí, esta vida no es justa, pero no importa, porque después de la muerte hay un Hades, un Valhala, un Cielo, un Purgatorio o un Infierno en donde justos y pecadores recibirán los premios y los castigos que se merecen. Otros, los que creen en la reencarnación, aseguran que las culpas se purgan en este mismo mundo, pero en una vida diferente, que los buenos reencarnarán en reyes, emperadores o millonarios y los malos en cucarachas. La verdad, esta creencia nunca me ha parecido justa: ¿por qué tendría uno que pagar por una falta de la que no se tiene conciencia? ¿por qué debería uno de ser recompensado por una buena acción que cometió en una época diferente, en un universo diferente, siendo una persona diferente?

Pero el verdadero problema viene para los ateos, los descreídos, los agnósticos, los que presumimos de racionales, los que pensamos que el alma muere cuando el corazón deja de latir y la sangre deja de irrigar al cerebro. Para nosotros que no creemos en el “más allá” resulta particularmente difícil aceptar el hecho de que la vida no es justa.

Y por eso nos inventamos todo tipo de trucos y supersticiones, extraídos de todas las fuentes posibles: desde ingenuas frases del refranero popular del tipo “el que la hace la paga” hasta elaborados retruécanos pseudos-filosóficos, como el karma (esa especie de tarjeta de crédito espiritual, vagamente inspirada en el budismo, en la cual se suman y restan puntos según lo bien o mal que nos portemos).

Sin embargo, todos estos recursos, aunque son muchos y muy variados, siguen siendo insuficientes. Insuficientes para explicar por qué un dictador como Augusto Pinochet (por mencionar sólo un ejemplo) pudo haber traicionado, mentido y causado, directa o indirectamente, la muerte de miles de personas y después llevó una vida larga y feliz; por qué un niño de cinco años, que difícilmente ha cometido un sólo pecado en su cortísima existencia, puede enfermarse de cáncer o cualquier otra porquería y morir en medio de horribles dolores.

No, el que la hace no la paga. Casi nadie cosecha lo que sembró. Si existe una karma police —como la que invocara Radiohead en su célebre canción— es más ineficaz que las fuerzas policiales mexicanas (lo cual es decir mucho).

Lo que propongo es que nos dejemos de engañar de una vez por todas. Si hemos logrado aceptar hechos tan contrarios a nuestra percepción empírica como que la tierra no es una extensa superficie horizontal, sino una pelota azul que va por el universo dando vueltas alrededor una bola de fuego, creo que ya es tiempo de que nos dejemos de supersticiones y cobardías y asumamos esa realidad tan elemental, que ya percibíamos pero que no nos hemos atrevido a afrontar: la vida, simplemente, no es justa.

martes, 21 de octubre de 2008

Conversaciones ajenas

Debo confesar que entre todas mis perversiones, manías y mañas hay una que es particularmente grave, porque es fundamentalmente irrespetuosa: soy un voyerista verbal. Un voyeur o, mejor dicho un écouteur. Esto es, me apasionan las conversaciones ajenas, me encanta escuchar furtivamente fragmentos de pláticas que no están dirigidas a mi.

Confiéselo, amable lector: a usted también le gusta, a veces, escuchar casualmente las palabras que se cruzan entre personas desconocidas, sentadas en una mesa cercana de un restaurante, o en la fila de la caja de una librería, o en un elevador, o en un vagón del metro.

En mi, la cosa llega al grado de obsesión. Tanto así que estoy considerando seriamente comprarme una de esas pequeñas grabadoras portátiles —dictáfonos, creo que les llaman— para poder pescar al vuelo esas frases, estos pellizcos de vidas ajenas, como un cazador de mariposas. Y así podría ir reuniendo una colección de conversaciones, a veces graciosas, a veces tristes,casi siempre triviales, siempre fascinantes. Cuando lo haga prometo compartirlas con ustedes por este blog. (Por cierto, si alguien tiene uno de esos aparatitos que ya no le sea util, haga el favor de hacérmelo llegar)

Y aunque casi siempre siento curiosidad por saber más acerca de la vida de los conversadores (¿cuál es ese trabajo del que están tan hartos? ¿es realmente tan mala esa nuera de la que se quejan tan amargamente? ¿qué película es esa que tienen tantas ganas de ver?). Pero, en realidad, no quiero saber nada más de estas personas: lo que les da su fascinación a las conversaciones ajenas es precisamente eso, que son ajenas. Si supiera el contexto en que se producen, si conociera la vida y milagros de sus autores, si me volviera parte de sus vidas, sus pláticas perderían su carácter fugaz, mágico, volátil, casi siempre absurdo, y se volverían conversaciones comunes y corrientes… conversaciones propias.

De las conversaciones ajenas me interesa tanto el contenido (lo que dice la gente) como la forma (como lo dicen). A continuación transcribo algunoas muestras aleatorias que he escuchado últimamente y que, por alguna razón, se me quedaron en la memoria:

—…dígame usted si es justo, doña Carmelita, dígame si es justo que me trate así, después de todo lo que he hecho yo por ese muchacho…
—…o sea que tenía que estar en Dubai a las once de la mañana y menos de doce horas después, en Nueva York…
—…le pones mucha mantequilla y al final le espolvoreas un poquito de canela, y ya verás qué sabroso te va a quedar…
—… te digo que era una chulada de escuincla, haz de cuenta la Kim Bassinger, pero en morena…
—…y en eso que agarra, que voltea y que me dice: “ya me voy”…
—….insisto: la hermenéutica es precisamente la pretensión de explicar las relaciones existentes entre un hecho y el contexto en el que acontece…
—…güey, no mames, la ví y me quedé así de ¡güey, güeeeeeeeey!...
—… tenemos a la mujer secuestrada escondida en el sótano de una casa que está en Insurgentes 254… (Ok, admito que ésta última nunca la he escuchado. Pero ¿a poco no sería de lo más emocionante escuchar casualmente esa conversación en particular?)

lunes, 20 de octubre de 2008

Los muertos de mi felicidad

Soy feliz, soy un hombre feliz
y quiero que me perdonen
por este día
los muertos de mi felicidad

Silvio Rodríguez

.

¿Qué tal si la felicidad es un recurso limitado, como el agua o el petróleo? O sea, ¿qué tal Dios, en Su Infinita Sabiduría, creó sólo una cantidad fija de felicidad para todos los seres humanos y luego nos dejó para que nos la repartiéramos como Dios nos dé a entender? Sólo que, en Su Infinita Crueldad, no nos dio a entender nada.

Si mi hipótesis es correcta, eso implicaría que la vida es un juego de suma cero en el que, si alguien adquiere un gramo de felicidad (no sé si la felicidad se pueda medir en gramos, en metros, en kilowatts/hora, o se requiera otra unidad de medida más original, como plumas) en alguna parte del mundo, alguien más, inevitablemente, recibe esa misma cantidad en pena, en horror o en miseria.

En algunos casos, la cosa está bastante clara: si uno gana la lotería, quiere decir que otro la perdió; si alguien obtiene un buen trabajo, un asenso, una promoción, una beca, un lugar en una universidad prestigiosa, quiere decir que alguien más se quedó sin ese trabajo, sin ese asenso, sin esa universidad prestigiosa. Si un fabricante de tornillos aumenta las ganancias de su empresa, es porque está estafando a los consumidores, o explotando más a sus trabajadores o, en el mejor de los casos, fregándose a las otras fábricas de tornillos.

Si esto es así, entonces Borges se equivocó cuando dijo su famosa frase “He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz”. En este escenario, no ser feliz no es un pecado, sino todo lo contrario: un acto heroico, ya que implica que alguien más puede estar aprovechando la felicidad que uno no usó. En cambio consumir cantidades excesivas de gozo es un acto increíblemente egoísta, considerando toda la gente que anda por ahí muriéndose de tristeza. (Gota a gota, la felicidad se agota, podría decir un anuncio).

La felicidad siempre tiene muertos.

Sin embargo, hay veces que el dolor del prójimo no nos produce felicidad, sino más dolor; y veces en que la alegría de alguien más nos causa más alegría. Esto es lo que se llama simpatía, compasión o, en casos extremos, amor. Y es ahí cuando mi teoría de la felicidad como recurso limitado empieza a hacer agua.

Y no puedo decir que el amor al prójimo sea un cisne negro, una excepción que confirme la regla. Al contrario: el amor se manifiesta constantemente, todos los días y en todas partes del mundo. Siempre habrá un hombre que ame a una mujer (o a otro hombre), una madre que quiera a sus hijos, una persona que adore a sus amigos, a sus hermanos, a sus primos, a su perro, o a la raza humana en general. Love actually is all around. Y entonces, uno se vuelve estúpido: el dolor del ser amado nos duele más que el nuestro; su risa, se torna una joya invaluable, su llanto, una tortura; su felicidad se vuelve nuestra felicidad; el sacrificio deja de serlo y se convierte en una actitud totalmente lógica y racional. (Como si el amor, alguna vez, pidiera ser lógico o racional).

Si yo creyera en Dios, diría que eso fue lo que nos quiso dar a entender.

viernes, 17 de octubre de 2008

Es legal

Es legal que los grandes empresarios especulen y cambien todos los pesos que quieran por dólares, aunque esto implique que a la vapuleada economía nacional se la acabe de cargar la fregada.
Es legal que el director del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes haya gastado, en su primer año de gestión, más de 800 mil pesos por concepto de viáticos en sus viajes personales mientras a la vapuleada cultura nacional también se la esté cargando la fregada.
Es legal que la Comisión Nacional del Agua use su prepuesto para imprimir y enviar cartas que celebren los logros de la administración de Felipe Calderón mientras las inundaciones tienen a miles de mexicanos con la mierda hasta el cuello (véase el post correspondiente).
Es legal que la Iglesia Católica siga diciendo que es pecado usar condón y es legal que la gente lo crea.
Es legal que Carlos Cuauhtémoc Sánchez escriba y publique cuanta estupidez le pase por la cabeza; es legal que la gente compre sus libros y, lo peor, es legal que los lean.
Es legal que los padres chantajeen a sus hijos y les llenen la cabeza y el alma con complejos e inseguridades; y es legal que los hijos abandonen a sus padres, ya ancianos, en sórdidos asilos o en la soledad de sus casas.
Es legal que las grandes compañías farmacéuticas vendan los medicamentos que producen al precio que se les dé la gana y lucren con la salud y la vida de millones de personas.
Es legal que los hombres griten e insulten y aterroricen a sus mujeres y amenacen con golpearlas (porque si las golpean, entonces si ya no es legal).
Es legal que los talleres mecánicos se aprovechen de la completa ignorancia de uno en materia automotriz y le cobren sumas exorbitantes por reparaciones supuestamente indispensables.
Es legal que los jefes humillen a sus subalternos y los despojen de toda dignidad humana, sabiendo que no pueden defenderse a riesgo de perder su empleo (todos hemos visto casos).
Es legal que una señora atrapada dentro de su camioneta en el tráfico ocasionado por una manifestación diga: “Deberían matar a todos esos revoltosos. Para eso está la policía, ¿qué no?”
Es legal que Elba Ester Gordillo… bueno, es legal que Elba Esther Gordillo exista.
Es legal decir que el SIDA es un castigo divino.
Son legales las canciones de Maná y de Ricardo Arjona.
Son legales las revistas como Caras y Quién.
Es legal decir idioteces como “los pobres son pobres porque quieren” o “no le des dinero al mendigo, que seguro vive mucho mejor que uno, y sin trabajar”.
Es legal decir que no te gustan los Beatles.
Es perfectamente legal —gracias a Dios— perder el tiempo despotricando contra todo aquello que es legal y no debería serlo.
Es legal que le rompan a uno el corazón.
Es legal votar por el Partido Nueva Alianza (o como se llame el pseudos-partido político de Elba Esther).
Es legal enamorarse de la persona equivocada.
Es legal creer que Paul Potts, Filippa Giordano o Sarah Brightman son grandes cantantes de ópera.
Es legal leer un post tan interesante y bien escrito como el de "Divas" y no publicar ni un comentario.
Es legal irle al América.
Es legal la estupidez.
Es legal el mal gusto.
Es legal el racismo, legal la homofobia, legal el machismo y legal la intolerancia.
Son legales la crueldad, la mezquindad, la hipocresía y la doble moral.
En fin, hay una larguísima lista de cosas que son molestas, ofensivas o ridículas pero que no están prohibidas por ninguna ley (estoy seguro que usted, amable lector, puede pensar en varias más).

Y, sin embargo, cuando hace un par de días, un asambleísta propuso que la marihuana, una hierbita tan inocente y de efectos tan placenteros, debería ser legal en el Distrito Federal, entonces sí las buenas conciencias rasgan sus vestiduras y ponen el grito en el cielo.

Los designios de los legisladores —como los de Dios— son inescrutables.

jueves, 16 de octubre de 2008

Constancia

Sólo quiero dejar registro escrito de que hoy, jueves 16 de octubre de 2008, a las 2:10 de la tarde, me siento total y completamente feliz.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El Ombligo de la Luna

Había una vez un lago al que los habitantes de la zona llamaban, (haciendo gala de un admirable sentido poético), el Lago de la Luna. Y en el centro del lago había una isla. Era más bien un islote, pequeñajo, en el que no había (porque no cabía nada más) más que unas cuantas piedras, algunos nopales, dos o tres magueyes, un puñado de ranas y lagartijas y algunas humildes chozas de pescadores. Por su forma casi circular y por su posición en el centro del lago, los habitantes llamaban al islote (haciendo gala no sólo de su sentido poético, sino también de su refinado sentido del humor) el Ombligo de la Luna.

Un mal día, los ombligueños vieron desembarcar en su isla a decenas de hombres extraños, venidos de una tierra remota, armados hasta los dientes. Les dijeron que había una antigua profecía, que si el nopal, que si el águila, que si la serpiente, en fin, que los dioses habían ordenado que se establecieran en el Ombligo de la Luna y fundaran ahí lo que sería la capital de un gran imperio. Los pescadores que habitaban el islote se mostraron extrañados: el modesto Ombligo no era lo suficientemente grande para construir en él una ciudad, mucho menos a la capital de un gran imperio. Sin embargo, no opusieron mayor resistencia, al fin y al cabo, ¿quiénes eran ellos, pobres ombligueños, para cuestionar los designios de los dioses que siempre han sido inescrutables y que siempre favorecen las conveniencias de los poderosos?

Las conquistas siempre tienen un elemento lingüístico y ésta no fue la excepción: los nuevos moradores apellidaron al Ombligo de la Luna con otro nombre más largo y rimbombante, en honor a su jefe: Tenoch. Como no tenían mucha imaginación, pusieron el mismo título a las otras poblaciones que iban conquistando, como Tlatalolco-Tenochtitlan.

Lo primero que se construyó fue un majestuoso templo que abarcó casi la totalidad de la extensión de la isla. Después fue necesario levantar palacios para que habitaran los sacerdotes y los reyes y chozas para que habitaran sus sirvientes. Para ello, empezaron extender el Ombligo, ganándole terreno al agua, mediante un ingenioso sistema de tierras flotantes conocidas como chinampas. También construyeron cuatro calzadas, hacia el norte, el sur, el este y el oeste, que comunicaban a la isla con otras poblaciones de la orilla del Lago de la Luna, para que la gente pudiera llegar ahí a pie, especialmente los días de mercado, cuando cientos de personas acudían a comprar y vender todo tipo de productos. Nótese que dije “a pie” y no en carros o carretas, porque a los nuevos señores del Ombligo, que eran tan ingeniosos para interpretar la voluntad de los dioses y para conquistar territorio, no se les había ocurrido una idea tan sencilla como la rueda.

En cualquier caso, la profecía se cumplió: el imperio se extendió hasta los confines mismos del mundo conocido: las áridas llanuras pobladas por tribus nómadas del norte y las impenetrables selvas del sur. El otrora humilde Ombliguito se convirtió en una metrópoli de primer orden.

Después llegaron nuevos conquistadores aún más extraños que los anteriores, procedentes de tierras aún más remotas y todavía mejor armados. Y ellos también decían que actuaban en cumplimiento de la voluntad de sus dioses. Así que los ombligueños, una vez más, no opusieron mayor resistencia y aceptaron resignados el nuevo cambio.

Los nuevos colonizadores impusieron una nueva lengua y una nueva religión, pero tuvieron el buen gusto de respetar el antiguo nombre del Ombligo de la Luna y sólo se deshicieron del rimbombante añadido "Tenochtitlan", quizá por considerarlo demasiado difícil de pronunciar, quizá para no honrar a un monarca extranjero.

En los años siguientes, se designó con el nombre del Ombligo de la Luna a toda la región, que primero se llamó reino, luego imperio, luego república, luego otra vez imperio y luego otra vez república. Incluso el golfo adyacente fue bautizado con el nombre del Ombligo de la Luna. En determinado momento, se le llamó así a una inmensa porción de América del Norte y del Centro, que se extendía desde las heladas montañas rocallosas hata el istmo de Panamá (que entonces no tenía canal). Aunque el pobre Ombligo fue incapaz de gobernar una extensión tan grande por mucho tiempo y rápidamente perdió, pedazo a pedazo, una porción considerable de la misma, siguió siendo el territorio más grande que debe su nombre a una sola ciudad, no se diga a un islote.

Por otra parte, la ciudad, es decir, el Ombligo propiamente dicho, también siguió creciendo hasta cubrir casi por completo el Lago de la Luna (del cual hoy queda sólo una pequeña parte, a la que llamamos Lago de Texcoco). Rápidamente devoró a las poblaciones cercanas como Tlatelolco, Chapultepec, Tacuba, Mixcoac y Atzcapozalco. Y después otras más lejanas, como Tlanepantla, Coyoacán, San Ángel, Tizapán, Tlalpan, Ecatepec, Atenco, Texcoco, Iztapalapa, Xochimilco, mil más.

El Ombligo de la Luna siguió creciendo, engordando, hasta que, en los años ochenta, su zona urbana se traslapó con la de Toluca, con lo cual se hizo merecedor del título de “megalópolis”. Según los expertos, y si la tendencia continúa, para el año 2020, el ombligo-monstruo devorará las ciudades de Cuernavaca, Puebla, Tlaxcala y Querétaro, con lo cual llegará a ser la urbe más extensa y más poblada de la que se tenga registro en la historia de la humanidad.

Moraleja: nunca hay que subestimar la importancia de un ombligo.

martes, 14 de octubre de 2008

Divas

En la maravillosa novela de Manuel Mújica Lainez, El Unicornio, el escritor argentino nos dice que las hadas existen, que han existido siempre, que “es menester ser ciego para no verlas, para no reconocerlas, pues su enjambre pulula por doquier”. Son hadas esas mujeres extravagantes que derrochan euros en los casinos de Venecia o Montecarlo, cuyas edades, rentas y procedencias se ignoran, que les imponen a la ruleta malabarismos estupendos, como la sospechosa complacencia de reincidir en el mismo número más vueltas de lo previsible, mientras lo siguen cargando de fichas con ademanes indolentes y expelen humo de sus largas boquillas. Son hadas esas fabulosas e inmemoriales damas que desfilan (casi vuelan) en los halls de los hoteles internacionales del brazo de hermosos muchachitos, infinitamente más jóvenes que ellas, que las miran con ojos de adoración.

Una variante de estos seres sobrenaturales son las divas. Y por divas me refiero a esas criaturas misteriosas y bellas, de carácter siempre difícil, que con la magia de sus voces, sus miradas y sus sonrisas, despiertan la fanática idolatría de miles de seguidores. Fueron grandes divas Sarah Bernhardt, Claudia Muzio, Greta Garbo, María Félix, Ana Pavlova y por supuesto, la diva de divas, Maria Callas. Son una especie en peligro de extinción, pero aún quedan algunas, como Catherine Deneuve, Sofía Loren y Montserrat Caballé.

Son seres de carácter casi mitológico, mitad artistas, mitad diosas. Pero no son, ni remotamente, perfectas. De hecho, en las anécdotas que corren sobre las divas, siempre se pone de manifiesto alguno de los múltiples defectos o manías que suelen caracterizarlas: su vanidad monumental, su temperamento explosivo, sus apetitos indómitos (gastronómicos, monetarios o carnales). Casi siempre tienen algo de ridículo. Y sin embrago, quien cuenta la anécdota, siempre lo hace con un tono de reverencia, como quien habla de una reina.

El hábitat natural de estas criaturas es, por supuesto, la ópera: es un mundo lleno de fantasía, de excesos, de magia y de una especie de lujo decadente, que constituye el escenario ideal para que la diva despliegue su misterioso encanto. Es una relación simbiótica: las divas necesitan de la ópera como la ópera necesita a las divas. Es necesario su embrujo para convencernos de que la mujer de noventa kilos o más que está cantando sobre la escena, es en realidad una bellísima cortesana parisina a punto de morir de tisis o una adolescente japonesa, delicada y grácil como una mariposa.

El sábado acudí al Auditorio Nacional para presenciar la transmisión en vivo, desde el Metropolitan Opera House de NuevaYork de la ópera Salomé de Richad Strauss. La cantante que interpretaría al papel titular era la célebre soprano finlandesa Karita Mattila. La transmisión se inició cuando el equipo de cámaras se coló tras bastidores y logró llegar hasta el camerino de la Mattila para hacerle ahí una entrevista relámpago, apenas unos segundos antes de que se alzara el telón. La cámara (y con ella todos los espectadores) la alcanzó en el momento en que se estaba calzando unas zapatillas de plástico rosa, que, vistas de cerca, denotaban su ínfima calidad.

—Miss Mattila,— le dijo la conductora — ¿quiere dirigirle al público unas palabras antes de iniciar la función?
—Quiero decir lo que siempre digo antes de una ópera —respondió la soprano— Let’s kick ass!
Con estas tres palabras, tan comunes en el léxico estadounidense actual, (que significan literalmente, “vamos a patear traseros”) la finlandesa desagarró de un tajo el velo de misterio y glamour que la cubría, demostró que no era una diosa, sino un ser humano de carne y hueso, accesible, común y corriente…. muy corriente. Y, con ello, cerró la puerta (o al menos le puso un gran obstáculo), a la magia que debía transformarla en Salomé, la hija de Herodías, la hermosa y cruel princesa-niña de Judea.

La música de Strauss es cautivadora. Las palabras del libreto, basado en una obra de Oscar Wilde, son bellísimas. La producción era impresionante. Y debo decir que la Mattila hizo su parte bastante bien: demostró que tiene capacidades vocales e histriónicas extraordinarias. El final, cuando Salomé, en el paroxismo del deseo, besa en los labios la cabeza cortada de Juan el Bautista, todavía chorreando sangre, fue hermoso y escalofriante.

Sí, Karita Mattila es una excelente cantante. Incluso puedo decir que es una gran artista. Pero me temo que no es una diva. No es un hada.

jueves, 9 de octubre de 2008

Sobre "Edgar" o la mediocridad

Hace unos días supe que la Compañía Nacional de ópera va a representar, antes de que termine el “año Puccini” la ópera Edgar, y que,, por alguna razón, quieren que sea un servidor quien escriba las notas para el programa de mano. Para ser sincero, cuando recibí el encargo no sabía prácticamente nada de esta ópera, así que tuve que ponerme a investigar un poco y he aquí lo que encontré:

Edgar fue la segunda ópera de Giacomo Puccini. También fue, desde su estreno, la menos exitosa de cuantas compuso el compositor luqués y, por lo tanto, la menos conocida.

Su primera ópera, Le villi (1884), no gozó de gran éxito pero, por alguna razón, gustó mucho al editor Giulio Ricordi, una de las personalidades más influyentes en el ámbito de la ópera italiana de la época. Convencido del talento del joven Puccini (que por entonces acababa de cumplir treinta años), Ricordi lo comisionó al para que compusiera una nueva ópera para la Scala de Milán.

Poco antes, la amante del compositor había dejado a su marido para irse a vivir con él y, no contenta con ello, le había dado un hijo. Así cuando recibió la oferta de Ricordi, el compositor tenía una mujer (famosa por su carácter difícil y sus exigencias constantes) y un niño recién nacido que mantener, ningún trabajo que le proporcionara una paga fija, y unos magros ahorros, producto de las ganancias de su primera ópera, que iban mermando a una velocidad alarmante. Por ello, vio en el encargo una oportunidad de oro.

El libretista elegido fue el mismo que escribió el texto de Le villi, el poeta milanés Ferdinando Fontana. Se decidió que el tema sería una variación del drama de Alfred de Musset La coupe et les levres. La historia, situada en Flandes a principios del siglo XIV, trata de un soldado (Edgar) que debe escoger entre el amor casto de una joven de su pueblo (Fidelia) y la pasión desbordada de una exótica y sensual gitana (Tigrana).

Empezamos mal: cualquiera que lea este resumen y que sepa dos palabras de ópera puede darse cuenta de que esta trama se parece demasiado a la de Carmen. No obstante, quizá para diferenciarla de la inmortal ópera de Bizet, Fontana agregó una maraña de intrigas, de sub-tramas, de engaños, de cuestiones nacionalistas, de muertes fingidas, hasta hacer del libreto un impenetrable berenjenal.

Ahora bien, que la trama de una ópera se parezca sospechosamente a la de otra anterior no tiene nada de raro. Así, por ejemplo, Manon Lescaut de Puccini es un reamake de la Manon de Massenet, la cual, a su vez, tiene claros paralelismos con la La traviata de Verdi. Y esto no implicó que ninguna de estas óperas fuera menos exitosa. Que un libreto sea enredoso e inverosímil tampoco tendría que ser, en principio, un obstáculo para el triunfo de una ópera. Véase si no el caso de Il trovatore cuyo argumento es absolutamente descabellado y, sin embargo, conserva su lugar como una de las obras más populares del repertorio.

El 21 de abril de 1889, Edgar se estrenó en la Scala de Milán con el tenor Gregorio Gabrielesco en el papel titular, la soprano Aurelia Cattaneo como la dulce Fidelia y la soprano Romilda Pantaleone como la voluptuosa gitana Tigrana. Continuaron representaciones en el Teatro Comunale de Ferrara (1892), en el Teatro Real de Madrid (1892) y en el Teatro Colón de Buenos Aires (1905). En México nunca se ha representado completa.

Para decirlo llanamente, la ópera fue un fracaso rotundo. No gustó ni al público ni a los críticos de Milán ni de ninguna de las ciudades en las que se representó, a pesar de las modificaciones que Puccini aplicaba antes de cada estreno para tratar de mejorar la acogida del público (cambió la tesitura de Tigrana de soprano a mezzo, modificó el final del segundo acto y cortó de tajo el cuarto). Pero cada nueva versión resultaba menos exitosa que la anterior.

Puccini atribuyó el fracaso a las deficiencias del libreto, que no estaba a la altura de su música, y juró no volver a trabajar con Fontana. Sin embargo, como dije antes, los errores del libreto no son razón suficiente para hacer fracasar así una ópera. Me temo, después de haber escuchado una grabación de Edgar (cantada por Carlo Bergonzi y Renata Scotto) que la culpa de la debacle la tiene, más bien, la música de Puccini, en la que no encontré por ningún lado esas melodías tiernas y pegajosas que caracterizan su obra posterior. Me pareció que, en general, la música carece de espontaneidad y emoción, que suena rígida, acartonada, cursi, en una palabra: mediocre.

Sólo hay algunos fragmentos rescatables de Edgar, como la imponente marcha fúnebre del tercer acto, (que fue interpretada en el funeral del propio Puccini bajo la batuta de Arturo Toscanini); o el aria, bastante conmovedora, Addio, mio dolce amor.

El caso de Edgar me hizo reflexionar: ¿cómo puede ser que a los treinta años bien cumplidos Puccini no diera aún el menor indicio del inmenso talento que mostraría en su madurez? ¿será que no todos los genios lo son desde su infancia, como lo fue, por ejemplo, Mozart? Al parecer, hay artistas precoces y otros más bien retardados, o mejor dicho, lentos. Como Puccini, que de jóven fue (hay que decirlo de una vez) un compositor mediocre.
La conclusión es esperanzadora: aún aquellos de nosotros que, hasta el momento, no hemos demostrado el menor talento para nada, podríamos, el día menos pensado, sentarnos y componer una sinfonía inmortal o escribir la Gran Novela Mexicana o pintar un cuadro que revolucione el arte plástico contemporáneo. Ok, reconozco que, en mi caso, no es probable que nada de eso ocurra, pero aún así da gusto pensar que no se ha vencido el plazo, que todavía es posible, para gente de treinta, de cuarenta, de cincuenta años, empezar a crear algo realmente importante, realmente bello. Tal vez valga la pena intentarlo.

Por lo pronto, le recomiendo que compre usted sus boletos y vaya a ver Edgar. Aunque sólo sea para comprobar que ni siquiera la mediocridad más completa es insuperable.

miércoles, 8 de octubre de 2008

El alma de las fotos

Me pregunto por qué nos gustan tanto las fotografías antiguas (al menos en lo que a mí respecta). Mientras que las recién tomadas apenas si son algo más que una especie de espejo congelado, una oportunidad banal para desesperarnos por lo mal que nos sienta ese atuendo o por la cantidad de pelo que hemos perdido, los retratos antiguos poseen una tercera dimensión: el valor añadido del tiempo transcurrido y sobre todo, de la pérdida. Porque todas las fotos antiguas son una representación de algo que ya no existe. La prueba más evidente de que somos efímeros.

Y es que la fotografía no sólo refleja nuestra expresión o el tipo de peinado, sino que atrapa un pellizco de nuestra vida, una gota de tiempo. Tienen razón esos pueblos que llamamos primitivos al creer que la fotografía le roba a uno el alma: sin duda queda prisionero algo de uno en cada instantánea, una sustancia trémula que, a medida que transcurren los años desde que la foto fue tomada, se va haciendo más misteriosa y más intensa, hasta llegar un momento en que ya no se reconoce uno en su propio retrato, sino que más bien el retrato ha llegado a suplantar por entero una época de la vida de uno de la que apenas y se acuerda. Y es entonces cuando esa fotografía resulta más sugerente y más conmovedora. Porque lo que contempla uno en ella es el tiempo transcurrido, el abismo y el vértigo de vivir.

Por eso le fascinan a uno las fotos verdaderamente antiguas: porque son fotos de muertos. Y así, vemos sus rostros, sus cuerpos, sus sombreros; pero sobre todo, vemos sus miradas, que son todo presente. Miradas vivas congeladas en un presente eterno. Pero uno sabe que han fallecido, que han desaparecido hace ya muchos años, que ese presente continuo es un engaño, un espejismo producido por esa pizca de alma prisionera que quedó en la foto.

Reflexiono en todo esto al hilo de un libro que estoy leyendo The Secret Life of Oscar Wilde de Neil McKenna (excelente biografía, pese a su título amarillista, y texto indispensable para cualquiera que le interese saber cómo era el mundo gay en la Inglaterra victoriana). El volumen contiene varias decenas de fotografías del escritor irlandés. Unas primeras, inocentes y torpes, del Wilde adolescente, grandulón, trompudo, con expresión de chiste y aire de tarambana y un aspecto de razonable felicidad y confianza.

Viene después la serie fotográfica más conocida de Oscar Wilde: con veintipocos años, levitas suntuosas, cuellos de pieles abigarradas, el pelo en una ondulada y cuidadísima melena romántica, el perfecto retrato del artista. Pese a su cara blanda y de dimensiones monstruosas, se ve casi guapo, o, como dice Javier Marías en su libro Vidas escritas, quiere sentirse guapo. O sea, mira a la cámara como si fuera hermoso, aunque no lo es, y casi consigue darnos gato por liebre. Pero hay algo inquietante en esas fotos, algo que ensombrece su presente perfecto: el evidente conocimiento, por parte del sujeto, de que está representando, de que hay un fingimiento. Que está ofreciendo su mejor ángulo, y que con todos los demás empeoraría. Y que si no sonríe en ninguno de los retratos es porque el mercurio con que se está tratando la sífilis le ha dejado los dientes ennegrecidos. Quiero decir que ya conoce el sufrimiento.

Pero las fotografías más conmovedoras son de varios después, en Roma, en 1897, cercana ya su muerte, tras la cárcel, el oprobio y el exilio. Está Wilde de cuerpo entero, de frente y de perfil, mirando olímpico hacia el cielo, inmenso y barrigón, embutido en un abrigo que le queda chico, con el sombrerito de bombín haciendo equilibrios en la gruesa cabezota: un mamarracho. Tan extremadamente ridículo, que llega uno a pensar que está fingiendo ser un esperpento, así como años antes había fingido ante la cámara ser el artista más bello y más perfecto. Contempla uno esa vida en etapas, esas fotos de un Oscar Wilde más o menos inocente, más o menos roto, y en cada fotografía está atrapada su alma. Respira Wilde en las manos de uno, respira en sus retratos y en su presente, exactamente igual que usted, amable lector, respira ahora en su presente vertiginoso. Pero él, usted lo sabe, ya está muerto. Las fotos del pasado nos están hablando siempre se nuestro futuro.

martes, 7 de octubre de 2008

Con la mierda hasta el cuello

Tal vez las haya usted visto. Tal vez haya recibido una. Una de las cientos, de las miles de cartas que, con motivo del Segundo Informe de Gobierno de Felipe Calderón fueron remitidas a los hogares mexicanos. Son unas cartitas muy bonitas, impresas a todo color en un papel de la mejor calidad. En ellas aparece una fotografía del señor presidente, muy elegante él, y se hace un resumen de los grandes logros alcanzados en el año por su administración.

El receptor de una de estas misivas, el señor Benito Ramírez, se dio cuenta de un detalle extraño: como remitente de su carta no aparecía Felipe Calderón, ni la oficina de la Presidencia de la República, ni siquiera la Secretaría de Gobernación, sino la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA, pa los cuates).

Extrañado, el señor Ramírez presentó una solicitud de información (número de folio 1610100126208) en la que requirió a dicha Comisión el número de cartas enviadas, así como los montos gastados por la impresión y el envío de las mismas. En un primer momento, CONAGUA se hizo la desentendida y se declaró incompetente para atender la solicitud. Sin embargo, ante la amenaza de que el IFAI interviniera y armara escándalo (que es lo único que el IFAI puede hacer), optó por soltar la sopa: confesó que había mandado 265,382 de estas cartas, con un costo de impresión de $172,431.95 y un costo de envío por el Servicio Postal Mexicano de $595,119.13. Esto quiere decir que se gastaron más de 767,000 pesos, directamente del presupuesto de CONAGUA.

Hasta donde tengo entendido, la Comisión Nacional del Agua no tiene entre sus atribuciones difundir mensajes publicitarios del Presidente ni fungir como oficina de comunicación social de la presidencia. Más bien, según entiendo, tiene que ver con administrar y preservar las aguas nacionales para lograr el uso sustentable del recurso. Esto incluye, si no me equivoco, desalojar el agua de las zonas inundadas del país y participar en trabajos de reforzamiento para evitar más inundaciones.

Al parecer, los dirigentes de tan heroica institución consideraron que estas labores no son tan urgentes y que podían dedicar casi ochocientos mil pesos de su presupuesto en imprimir y enviar las cartas referidas.

Yo quisiera preguntarles a estos señores: ¿qué no salen a la calle? ¿que no se han dado cuenta que no ha parado de llover? ¿acaso ignoran que un nuevo huracán (creo que se llama Marco) avanza inexorablemente hacia las costas del Golfo de México? ¿qué no leen los periódicos? ¿qué no saben que, a causa de las incesantes lluvias, las aguas de los ríos Coatzacoalcos, Mezcapala, La Sierra, Grijalva y Usumacinta, entre otros, se han desbordado causando inundaciones en extensas zonas de Tabasco y el sur de Veracruz? ¿no han visto las escalofriantes fotografías? ¿no saben que cientos de familias han perdido todo cuanto poseen bajo el lodo y que son muchos los que se han quedado sin otro medio de subsistencia que servir como barqueros y cruzar a los transeúntes de un lado a otro de lo que antes eran calles y avenidas y hoy son ríos en balsas improvisadas, a cambio de un módico pago? ¿no saben que esta situación favorece el la propagación de enfermedades como el paludismo, la difteria o el cólera? ¿no entienden el horror que significa vivir hundidos en la mierda?

Claro, se puede argumentar que una suma tan pequeña no podría hacer diferencia alguna para resolver un problema tan complejo. Yo le pido, amable lector, que piense qué haría usted si recibiera ochocientos mil pesos. Ahora le pido que se imagine que su casa, sus pertenencias, su medio de subsistencia, todo se lo ha llevado el agua. Ahora vuélvalo a pensar: ¿qué haría entonces con ochocientos mil pesos? Visto así, la suma no parece trivial.

Tal vez los distinguidos dirigentes de CONAGUA piensen que solucuionar el problema no es tan urgente: dada la actual estabilidad del sistema financiero, deben pensar que en los próximos meses sobrará el dinero para estas y otras labores. O tal vez piensen que el problema no es grave. Al fin y al cabo, esa gente siempre ha sido pobre: ¿qué tanto daño puede hacer un poquito más de mierda en sus miserables vidas? No. Es mucho más importante invertir sus recursos en imprimir y enviar elegantes epístolas que den a conocer a todo el pueblo de México lo maravillosamente eficiente que ha sido la administración de Felipe Calderón para resolver los problemas de la nación y elevar el nivel de vida de sus habitantes.

Y mientras tanto, sigue lloviendo.

lunes, 6 de octubre de 2008

De perros

De todas las especies del reino animal, la más popular es, sin duda alguna, el perro. Su reputación de nobleza, fidelidad y lealtad (sobre todo comparados con los frívolos y veleidosos gatos que, en lo personal, siempre me han caído mejor) le han ganado el título —merecido o no— de “mejor amigo del hombre”. Constantemente oímos hablar de gente que quiere más a sus perros que a sus propios hijos.

Por eso me resulta sorprendente que en nuestro dialecto cotidiano, el que se habla hoy en día en la ciudad de México, utilicemos tantas expresiones y metáforas caninas, y que todas ellas tengan connotaciones claramente negativas. Ahí les van algunos ejemplos, por citar sólo algunos de los más usuales:

Cuando uno dice que tuvo “una tarde de perros” se refiere a una tarde particularmente infortunada; cuando uno dice que “el examen estuvo bien perro” o que “está perrísimo que te acepten en tal universidad” emplea la palabra como sinónimo de arduo o difícil; “echar los perros” o su versión más refinada “echar el can” es claramente una referencia a la cacería e implica tratar de seducir a alguien de un modo más bien agresivo o violento. Cuando decimos que un hombre “es un perro” normalmente nos referimos a que es implacable, salvaje o brutal. Voy a obviar lo que significa referirse a una mujer como “una perra”. Decir que alguien se ha quedado “solo como perro” no quiere decir que sea el mejor amigo del hombre, sino más bien lo contrario: que nadie lo quiere.

Mención aparte merece el verbo perrear. En algunos contextos, se utiliza como sinónimo de “echar los perros” (expresión a la que ya me referí). En otros, particularmente en el argot gay, significa insultar o burlarse de alguien con saña, con el propósito explícito de ofenderlo. Echar carrilla, pues.

El colmo de la deshonra para el nombre del perro ocurrió, irónicamente, cuando alguien intentó emplearlo son una connotación positiva: en 1981, cuando el entonces presidente José López Portillo declaró que defendería el peso “como un perro”…con los resultados consabidos.

La despiadada insistencia con que utilizamos el nombre de “nuestro mejor amigo” para designar cosas malas me hace pensar que hay un cierto grado de hipocresía en el cariño, supuestamente entrañable, que sentimos por los chuchos. Y, la verdad, no estoy seguro de que esta hostilidad disfrazada de afecto no sea recíproca.

Supongo que esta multitud de referencias caninas en el lenguaje de los habitantes de la ciudad de México (y supongo que también en otras latitudes de habla hispana) se debe a que es el animal que se encuentra más cercano, más presente en nuestras vidas —con la posible excepción de las moscas u otros bichos de escasa relevancia.

Me imagino que la cosa era diferente antes de la invención del ferrocarril y del automóvil, cuando gran parte del transporte terrestre, tanto urbano como rural, se realizaba por tracción animal. Probablemente datan de esa época expresiones como “burro”, (para hablar de alguien no particularmente brillante) “mula”, (para alguien de dudosa calidad moral) o “buey” (que, con el tiempo, se convertiría en el famoso güey). Lo curioso es que, a pesar de la importancia que alguna vez tuvieron los caballos para los humanos --particularmente para los mexicanos--, hayan quedado en nuestro vocabulario cotidiano tan pocas expresiones de tipo equino (con la notable excepción de la bellísima frase “de cascos ligeros”). Tal vez en un tiempo pretérito, se usara tanto la figura del caballo como ahora la del perro; tal vez, en alguna época no fuera raro escuchar decir frases como “Esa señorita es toda una yegua” o bien “Deje usted de estar caballando”. Vaya usted a saber.

viernes, 3 de octubre de 2008

Hugues Cuènod

Hay muy pocas personas vivas por las que pueda decir que sienta una admiración total y absoluta. Una de ellas es un cantante de ópera, tenor para ser preciso, y se llama Hugues Cuénod.

Su origen familiar —es descendiente de una muy antigua y muy aristocrática familia de la parte francesa de Suiza— le permitió recibir la mejor educación musical que el dinero pudo pagar. Además, tuvo la suerte de tener buena voz, buen oído y buen gusto, lo cual le permitió convertirse en un cantante bastante exitoso. Y lo hubiera sido todavía más si no hubiera sido por la fascinación que siempre ha sentido hacia lo escandaloso, lo exótico, lo novedoso, lo cual lo llevó a apartarse del repertorio operístico convencional y explorar, en cambio, obras de compositores contemporáneos, llenas de sonidos extraños e inquietantes; o bien desenterrar piezas caídas en el olvido, como las misas, los rondós y los motetes de Gillaume de Machaut, escritas en el siglo XIV.

Hizo su debut en París —¿dónde más?— cantando la controvertida ópera de Ernst Krenek Jonny spielt auf en 1928. Durante la década de los 30 se mezcló con la crema y nata de la intelectualidad europea, incluyendo a la compositora francesa Nadia Boulanger, cuyo salon parisino reunía a los personajes más glamorosos de la época. Tras la ocupación alemana de París, Hugues regresó a su Suiza natal donde fue contratado como maestro de canto en el Conservatorio de Ginebra.

En 1951, en Venecia, Hugues cantó en el estreno mundial de la ópera de Igor Stravisnki The Rake’s Progress (o La carrera del libertino) en el papel de Sellem, junto con la gran soprano alemana Elizabeth Schwarzkopf. Después cantó en varios de los foros más importantes de Europa, como el festival de Glyndebourne, la Scala de Milán y el Covent Garden de Londres.

En 1987, Cuénod debutó en la Metropolitan Opera House de Nueva York en el papel del emperador Altoum, en Turandot de Puccini, y rompió el récord de la persona de más edad en debutar en dicho escenario. Tenía ochenta y cinco años.

Y es que, había olvidado mencionarlo, pero monsieur Cuénod nació un 26 de junio de 1902, lo cual quiere decir que hace poco cumplió ciento seis años. (!!!)

También había olvidado mencionar que Cuénod es gay y lo que se dice un “asalta-cunas”, pues desde hace varios años anda con un hombre cuarenta y un años menor que él, un muchachito de apenas sesenta y cinco años llamado Alfred Augustin.

En 2006 se aprobó en Suiza una ley que permite una especie de sociedad de convivencia entre personas del mismo sexo (una fortuna más, en la siempre afortunada vida de Cuènod), lo cual permitió que Alfred y Hugues formalizaran su relación, cosa que hicieron en enero de 2007, cuando este último tenía ciento cuatro años.

La pareja vive en un castillo del siglo XVIII, el Château de Lully, a orillas del Lago Leman, en el cantón suizo de Vaud, el cual ha pertenecido a la familia de Cuénod desde hace más de doscientos años (el castillo, no el lago ni el cantón). Según declaró hace poco Augustin, el longevo tenor disfruta salir a pasear en su Lamborgini convertible, a la mayor velocidad posible y con la capota baja, para que el aire sacuda su pelo blanco, el cual lleva bastante largo.

No sé si haya alguna moraleja o lección que aprender en esta historia. Lo que sí sé es que cada vez que pienso en la vida de Hugues Cuènod, o escucho alguna de sus grabaciones (que son difíciles pero no imposibles de conseguir) siento en el estómago una agradable sensación de calidez y de esperanza.

jueves, 2 de octubre de 2008

No se olvida.

"Orrenda, orrenda pace!
La pace dei sepolcri"
Giuseppe Verdi, Don Carlo
En su columna de hoy, en La Jornada, Soledad Loaeza sostiene que “el movimiento estudiantil mexicano del verano de 1968 fue también una crisis de guerra fría.” Argumenta, con el estilo lúcido y elegante que la caracteriza, que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz no estaba amenazado por un levantamiento comunista, sino por la paranoia del gobierno de Lyndon Johnson, quien, después de Fidel Castro y empantanado en Vietnam, no tenía paciencia para lidiar con pequeños desafíos en su esfera de influencia (léase México).

Y es que, desde el triunfo de la Revolución cubana en 1959 y durante toda la década de los 60, una de las primeras prioridades de la política exterior de Estados Unidos fue impedir, a como diera lugar, que el comunismo se extendiera por América Latina. Y cuando digo “a como diera lugar” quiero decir que no dudaron en movilizar a sus fuerzas armadas para intervenir en cualquier país de la región que estuviera en riesgo, por remoto e improbable que fuera, de sucumbir ante la amenaza roja.

Por mencionar algunos ejemplos, en 1962, Washington financió la fallida invasión de opositores cubanos en Bahía de Cochinos; en 1964 se produjo un enfrentamiento entre estudiantes panameños y tropas estadounidenses establecidas en el Canal, del que resultaron varios muertos; ese mismo año cayó el presidente brasileño Joao Goulart, víctima de un golpe militar que tuvo el pleno apoyo de la Casa Blanca; en abril de 1965, con el pretexto de proteger la vida de estadounidenses en República Dominicana, desembarcaron en la isla más de 42 mil marines para combatir a las fuerzas que buscaban restablecer el gobierno democrático de Juan Bosch, que había sido depuesto dos años antes por grupos favorables al dictador Trujillo.

Así, según la Loaeza, lo que motivó al gobierno de Díaz Ordaz para reprimir con tanta fuerza y celeridad el movimiento estudiantil, fue la intención de tranquilizar al vecino del norte, de demostrarle que tenía la situación bajo control y de prevenir una intervención armada que pusiera nuestra preciada soberanía nacional. Desde este punto de vista, su decisión pareciera casi heroica.


El propio Díaz Ordaz hizo explícita esta preocupación 15 de junio de1968, en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, cuando, visiblemente emocionado y en un tono casi de pánico, afirmó que “por ningún motivo, en ningún caso, en ninguna circunstancia” el gobierno pediría a otra nación que interviniera en asuntos internos, “preferimos millones de veces la muerte antes que solicitar soldados del exterior para que vengan a imponer el orden interior”. Lo que no aclaró el señor presidente (ni tampoco lo dice la Loaeza) fue a la muerte de quien se refería. El 2 de octubre quedó bastante claro.


No, la matanza de Tlatelolco no se olvida. Se estudia, de discute, se analiza, se explica, se comprende, pero no se olvida…. Y tampoco se perdona.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Canciones pegajosas

La frase de “se me pegó una canción” me parece una metáfora de lo más acertada. Porque así es precisamente como se siente, como si una melodía se adhiriera en alguna parte del cerebro como se pega un chicle a la suela del zapato.

Existen tantos remedios caseros para despegar una canción (quizá sería más apropiado decir, para exorcisar una canción) como para quitar el hipo. El que yo recomiendo consiste en cantarle la melodía en cuestión a otra persona hasta conseguir que se le pegue a ésta también. Ni siquiera es necesario cantar, tararear ni silbar la tonadilla: muchas veces basta con escribir alguna línea clave en la cabacera del messanger o mandarla en un mensaje de texto para que se produzca el contagio y, con él, el exorcismo. Hay que aclarar que este método no es, ni mucho menos, infalible: puede ser que después del contagio la canción siga tan fuertemente pegada como antes, pero al menos queda el consuelo de compartir el padecimiento con alguien más y sentirse menos solo.

Hay casos en los que traer pegada una melodía es muy digno, tolerable y hasta agradable, como cuando se trata, por ejemplo, de un pasaje de La Pasión según San Mateo de Bach, de un tema de Las bodas de Fígaro o de cualquier canción de los Beatles. Si es el caso, conviene relajarse y disfrutar el pegoste. Lo más probable es que, después de un tiempo razonable, la melodía se vaya marchitando sola hasta que caiga por su propio peso, como una hoja en otoño.

Sin embargo, es más frecuente que la canción pegada no sea tan honrosa: alguna melodía de esas que transmiten con insistencia compulsiva las estaciones de radio, cuyo único mérito es precisamente el de ser pegajosa. Puede ser un reggaeton o una balada romántica de Sin bandera o algún otro intérprete similar. A menos que sea uno sordo, o que lleve consigo tapones para los oídos, está expuesto a una indeseable adhesión de este tipo en todo momento del día.

Pero tenemos que ser sinceros: aunque nos avergüence admitirlo, también somos capaces de disfrutar canturreando durante horas seguidas la misma estrofa de una de estas pegostiosas composiciones. Reconózcalo, amable lector: usted también, más de una vez, se ha descubierto a sí mismo regodeándose en el ritmo repetitivo, en la melodía simple, en la letra absurda de una de estas piezas desprovistas de cualquier valor artístico o estético. Sin embargo, si va a dejarse llevar por este culposo placer (¿que placer que merezca llevar ese nombre no es, en alguna medida, culposo?) no debe olvidar hacerlo siempre en voz muy baja, o bien en el coche, en la regadera o en la soledad de la recámara, ya que, de ser escuchado por algún oído indiscreto, corre usted el riesgo de acabar para siempre con su reputación de persona de buen gusto musical. No toda la gente es comprensiva con las víctimas de una rolita pegajosa.

Ahora bien, hay casos —raros, pero no imposibles— en que una canción pegada, mejor dicho clavada, en la mente de un individuo, puede ser tan endiabladamente molesta, tan dolorosamente mala, tan absolutamente nausebunda, que se convierte en una tortura insoportable para la inocente víctima. Por ejemplo, si la canción de la que se trata es cualquiera de Ricardo Arjona, el único tratamiento recomendado es el suicido inmediato.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El brazo de abajo

En una entrega anterior de este mismo blog hablé de un problema muy grave de la vida en pareja, el de la nomenclatura. Hoy quiero referirme a otro problema más terrenal, pero no menos grave. No es una cuestión semántica, sino, digamos, ergonómica. Me explico:


Cualquiera que tenga una pareja más o menos estable con la que comparta regularmente momentos de intimidad sabe que hay pocas cosas tan deliciosas en la vida como esos instantes, que normalmente vienen después de la actividad amatoria, en los que ambos amantes yacen sobre un costado, abrazados, uno detrás de otro, en total relajación, en una posición cóncava a la que los especialistas en la materia llaman “de cucharita”. En esta posisión, los cuatro pies (de preferencia descalzos) se acarician delicadamente los unos a los otros. En estos ratos sublimes, que pueden durar pocos minutos o varias horas, ambos miembros de la pareja se funden en un solo ser maravilloso y bicéfalo. Son momentos perfectos. O lo serían si no fuera por un pequeño detalle: el brazo de abajo.

Me refiero, por supuesto, al brazo de la persona que queda atrás, en la parte exterior de la cuchara. Llamémosle sujeto A. Y me refiero también al brazo —derecho o izquierdo, según sea la dirección del abrazo— que queda abajo, es decir, entre el cuerpo y el colchón. Si las cosas no se hacen con cuidado, dicha extremidad puede quedar aplastada por el peso del monstruo de dos cabezas, lo cual suele cortar el flujo circulatorio del miembro en cuestión produciendo una desagradable sensación de cosquilleo desde el codo hasta la punta de los dedos, la cual a su vez, inevitablemente, acaba por romper el encanto del momento (lo cual es siempre una verdadera lástima).

Hasta ahora, la única solución que existe para el delicado problema del brazo de abajo es pasarlo por el hueco que se forma debajo del cuello, entre la cabeza y el hombro de la persona de adelante (llamémosle sujeto B). Sin embargo, para que esta vía resulte viable necesitan conjugarse, en perfecto equilibrio varios elementos: el ángulo del cuello, la altura de las almohadas, la posición del brazo. Para lograr esta delicada conjunción, a menudo se requieren complicados cálculos geométricos y anatómicos, que resultan particularmente difíciles en esas situaciones de relajamiento —a veces, agotamiento— extremo. No es, pues, una solución práctica.

Ni el Kama Sutra ni ningún otro texto sobre temas relacionados proponen una solución a este conflicto, ya que no se trata de una posición sexual sino, más bien, post-sexual (lo cual, aparentemente, la hace menos interesante desde el punto de vista de las ventas de libros). Sin embrago, al menos para mí, es una cuestión de enorme trascendencia.

Por eso les sugiero a los inventores americanos (o a quien quiera que sea que diseña los novedosos y utilísimos productos que se anuncian en los llamados infomerciales) que enfoquen sus ingeniosos cerebros en esa dirección. Si la ciencia moderna ha creado almohadas con memoria, cuchillos que pueden cortar latas de aluminio, focos portátiles que no se calientan, bombas que extraen el aire de cualquier recipiente para evitar la descomposición de los alimentos, si hay incluso aparatos que sacuden los pies del usuario mientras éste se halla tumbado en el piso, produciéndole una infinidad de resultados benéficos para el cuerpo y el espíritu, ¿por qué no pueden inventar un sistema que acabe de con el problema, tan viejo como la humanidad misma, del brazo de abajo?

A mi se me ocurre un colchón con una especie de agujero cilíndrico o túnel por el que la el sujeto pueda pasar la problemática extremidad sin dejar de abrazar a su enamorado/a con el brazo de arriba (nótese que uso la terminología peruana). De acuerdo, tal vez no sea una solución perfecta, pero por algo yo no soy inventor.

El día que alguien invente un dispositivo que termine de una vez por todas con este ancestral problema, se hará merecedor de mi más completa admiración y sabrá que ha prestado un servicio invaluable a los enamorados de todo el mundo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Animal Planet


Hay unos peces de la familia de los cíclidos (o cichlidae), pequeñajos y bastante comunes en los acuarios y peceras, que llaman la atención por sus curiosas costumbres de apareamiento. Cuando está madura para ello, la hembra desova en el agua e inmediatamente se mete los huevos en la boca con el maternal afán de protegerlos, pero también con la suprema estupidez de guardárselos sin haberlos fertilizado antes, de modo que los huevos en cuestión podrían quedarse para siempre ahí, dentro de su boca sin transmutarse jamás en pececitos.

Pero hete aquí que entonces, afortunadamente para los cíclidos, entra en funcionamiento un viejo truco de magia de la naturaleza. Los machos de esta especie llevan tatuada, a lo largo de la aleta anal, una fila de circulitos amarillos que reproducen, con bastante exactitud, las huevas que la hembra acaba de soltar. Cuando la protectora y tonta madre cíclida ve estos dibujos, cree que dejó algunos huevecillos fuera de la boca y de inmediato se da a la tarea de recuperarlos, para lo cual se pone a mordisquear afanosamente la aleta del macho, tratando de ponerlos a buen recaudo junto con los demás huevos. El resto es previsible: el mordisqueo provoca la eyaculación del pez y parte del esperma va a parar a la boca de la hembra, donde fertiliza los huevos ahí recogidos. Eventualmente, éstos se convierten en tiernos alevines, o pecesitos bebés.

Este complejo mecanismo les ha permitido a los cíclidos colonizar gran diversidad de ambientes, desde ríos tropicales de aguas blandas como el Amazonas hasta los grandes lagos africanos Tanganika y Malawi, con aguas dulces de elevada mineralización. Incluso crecer y reproducirse en las peceras más decuidadas. Wikipedia —¡oh, fuente inagotable de sabiduría!— los define como “una familia de peces de gran éxito evolutivo.” Un aplauso a los cíclidos.

Los sistemas de emparejamiento de los seres vivos son a menudo muy complejos: no resulta nada fácil perpetuarse contra la dureza del medio, las hambrunas, los depredadores, las enfermedades y los rigores del azar. Para muchas criaturas, reproducirse es un verdadero arte o un logro heroico: remontan torrenciales ríos durante cientos de kilómetros, como los salmones; o construyen verdaderos palacios, como algunos pájaros; o saben que van a morir en el intento, como ciertos insectos. No me sorprende, pues, la complejidad del rito de fertilidad de los cíclidos. Lo que me cautiva es el truco, el engaño, la tranza.

Quiero decir que si estos coloridos pescaditos son tan brutos como para no saber fertilizar sus huevos, y para guardárselos en la boca cuando aún están vacíos, ¿de dónde sale esa refinadísima inteligencia genética que les pinta un señuelo en su propio cuerpo? Esto es: sus células los engañan y son más listas que ellos. Su propia estupidez es lo que los vuelve “exitosos” como especie.

Los creyentes dirían que es cosa de Dios y de Su Infinita Providenia. Pero uno no es lo que se dice creyente (Dios se parece demasiado a nuestra necesidad de Él, a nuestra debilidad y a nuestro miedo para que me quepa en la cabeza o para que confíe en su existencia). Por su parte, los científicos dirán que es cosa de la evolución; que un día aparecieron por puro azar unos cíclidos con manchas amarillas en la cola y que estos peces se reprodujeron mejor que los no manchados, por o que sus genes acabaron triunfando. Y esta explicación evolutiva, sí me cabe en la cabeza, y resulta sensata, y me la creo.

Pero aún así, el caso de los estúpidos cíclidos y de su éxito reproductivo me deja con una incómoda sensación de desconfianza. Me hace sospechar que no sólo nuestros padres nos mienten, que no sólo los políticos nos engañan, que no sólo nuestros amigos nos traicionan, sino que también la naturaleza, nuestra querida Madre Naturaleza, es capaz de aprovecharse de nuestra ingenuidad y tendernos trampas (siempre por nuestro propio bien, eso sí). ¿Qué si los humanos no fuéramos más listos que los cíclidos? ¿Qué tal que no somos nosotros los que estamos acabando con el Planeta, como tan a menudo oímos decir, sino que es el Planeta el que está jugando con nuestras mentecitas? ¿Qué tal si el calentamiento global no es sino una parte de la maquiavélica estrategia del Universo? Esta hipótesis tiene algo de tranquilizadora: nos releva de la terrible responsabilidad ecológico-moral que cargamos sobre nuestros hombros.

Pero también tiene algo de inquietante: quiere decir que la Naturaleza es sabia, sí, pero también es tramposa.

jueves, 25 de septiembre de 2008

¿Flaquito?

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La verdad, siempre me ha dado gran ternura y simpatía esa tendencia que tenemos los mexicanos de aplicar los diminutivos con gran prodigalidad. No es raro escuchar frases como: ¿Me podría regalar unos limoncitos para estos taquitos? Y también más tortillitas, pero que estén bien calientitas, por favor, en las que el diminutivo se aplica sin relación alguna con el tamaño físico de los limones, los tacos ni las tortillas. Qué decir de aplicarlo a un adjetivo como caliente. Sin embargo, hay veces en que el uso del diminutivo no me parece ni tierno ni simpático.

Casi siempre, para describirme a mi y a otras personas con mi misma complexión física, la gente usa el término “flaquito”. ¿Por qué no dicen simplemente “flaco”? No creo que tenga que ver con mi tamaño, porque, si bien es cierto que no es mucho el volumen que ocupo en el universo físico, no puedo ser considerado una persona pequeña, comparado con la media nacional (mido un metro setenta y cinco centímetros de estatura).

El uso del diminutivo en este caso también pudiera deberse a una graduación o cuantificación. Como cuando decimos que alguien es "guapito" para dar a entender que no es tan guapo, cuando quedamos de vernos en la "nochecita" para aclarar que no queremos que sea tan noche. Pero me temo que este no es el caso tampoco: a nadie que me haya visto se le ocurriría decir que no estoy tan flaco (a menos que el punto de comparación sea la media nacional somalí).

Por lo tanto, debe haber otra explicación para la aplicación tan injustificada del sufijo -ito y mucho me temo que es la siguiente:

Cuando la gente quiere que una palabra que considera peyorativa no suene tan peyorativa, la reduce como para hacerla más cortés. Como si diciendo “negrito” para referirse a alguien de raza negra, o “indito” para designar a un indígena, o “mongolito” para una persona con síndrome de Down, el comentario fuera menos cruel, menos racista, cuando es exactamente a la inversa. Puede sonar cómico oír a alguien referirse a un basquetbolista afroamericano de más de dos metros como negrito o a una monumental cocinera zapoteca de ciento veinte kilos como indita. Pero en realidad no tiene nada de cómico: es más bien indignante.

El razonamiento oculto detrás del diminutivo es el siguiente: “como es tan pequeño, no podemos culparlo por ser tan prietito.” Además de presuponer que ser negro o indio es una condición inferior, aplicar el diminutivo en estos casos disminuye a las personas (por algo se llama diminutivo), las minimiza, las infantiliza, las anula como seres humanos (al menos como seres humanos de tamaño normal y edad adulta).

La verdad, a mi no me importa que me describan como “flaquito” (aunque, si se empeñan en emplear eufemismos, yo sugeriría palabras como delgado o esbelto). Lo que sí les voy a suplicar a mis amables lectores es que se abstengan de usar el diminutivo para expresar su racismo, su intolerancia y su estupidez.

(Ojo: nada de lo dicho en este artículo aplica para el Negrito Sandía, la Negrita Cucurumbé ni el Negrito Bailarín de las respectivas canciones de Cri-cri, ya que dichos personajes son efectivamente pequeños, por su tamaño o por su edad, por lo que, en sus casos, el diminutivo está perfectamente justificado.)